Isabel  Dran

¡Qué pena, Marcos la ha olvidado para siempre! No es para menos, ya que el joven pierde completamente la cabeza por algo insignificante, al punto de que termina arruinando su vida. Sin embargo, ¡ya es demasiado tarde! Porque, tal vez, ni ella, su esposa, pueda detenerlo.

Debido a su temperamento, el muchacho prefiere esconderse en su pequeña casa y alejarse de esa realidad que, durante tantos años, lo atormentó sin descanso. Logra refugiarse en su habitación, tan fría y silenciosa, débilmente iluminada por la lámpara, violentamente adornada de intensos recuerdos, y que solo Marcos oculto en su armario puede percibir.

Desde su escondite, recostado con sus piernas flexionadas y con su cabeza apoyada sobre una de las paredes del armario, recubierto hasta sus rodillas por abundantes papeles, notas, cartas, dibujos y fotografías se desvanece lentamente entre angustias y penas.

Verdaderamente, el joven se encuentra tan desamparado, que se deja envolver de manera conciente en su penosa soledad, debilitándose, lentamente palideciendo, con sus ojos tan inflamados e irritados por el llanto derramado, y reflejando en su rostro la decepción, sufrimiento de no poder asumir la situación en la que cruelmente se sumerge.

Sin embargo, profundamente agitado y abatido por el sueño, poco a poco deja helar su cuerpo por la sombra de la muerte, que ha venido a visitarlo, y que a su vez se cuela por debajo de la puerta entornada del armario.

Y ahora, más que en otras ocasiones recuerda… recuerda fuertemente, con sumo detalle, de manera precisa, cada uno de los hechos y situaciones que golpean y atentan cruelmente, en una línea continua a su corazón. Se explica, inútilmente, cómo es que en tan poco tiempo los años lo consumieron en odio, penas e incesantes lágrimas.

Y rompiendo el silencio comienza a decirse a sí mismo:

– Aquí estoy, solo, con la mirada perdida en la nada misma, abandonando por completo a mi cuerpo, dejando helar mi sangre por la angustia que consumo. Mí rostro ya no es el del amargo y dulce ayer. En él, solo se aprecia, a simple vista, la tristeza que he cargado durante estos pocos años, la desilusión y la frustración de haberme brindado siempre para no recibir nunca nada a cambio.

De pronto, miles de imágenes revisten el sitio donde se encuentra escondido. Y, con una gran sonrisa, derramando lágrimas, continúa diciendo:

– Y allí está ella, Rebeca, mí esposa. ¡Qué idiota! ¡Y pensar que soy tan joven! Ahí estoy, sonrojado a su lado sobre el altar, ¡muy nervioso por cierto!, y dando el “Sí” al Padre. Al besarla, lo único que consigo es quedar en ridículo, en vergüenza delante de los pocos invitados a la ceremonia. Rebeca, ni siquiera mueve sus labios, pues nunca llega a humedecerlos. Pero, consciente de su notorio comportamiento, finge amarme dándome un tímido abrazo, al mismo tiempo en que se esfuerza por derramar una de sus malditas lágrimas.

Tiempo después, una tarde en la casa, esperándola ansioso con el almuerzo servido, como su fiel admirador y compañero, la veo ingresar lentamente. Al verme no saca un mísero saludo de su boca y tomando asiento algo enojada, perversamente con los cubiertos revuelve el estofado, mirándome de tanto en tanto, con toda la furia que su mirada puede acumular, a los ojos. Y como siempre lo dejo pasar.

En otra oportunidad, veo pasar las horas mientras aseo la casa. Nunca logré que Rebeca me ayudase en los quehaceres cotidianos, debido a que ella siempre ocupa su tiempo en su delicada imagen, mirándose al espejo idiotizada por horas.

Así es Rebeca durante tres largos años de casados. Una mujer hermosa de delicada figura, a la que siempre conserva con sumos detalles y con gran dedicación.

Una mujer de pocas palabras, que suele vivir apurada,¡a lo mejor, para mantenerse alejada de mí! Diariamente su humor es el mismo, siempre seria y perversa, a tal punto que, con tanta facilidad me ignora por completo en cualquier rincón que nos crucemos en nuestra pequeña casa.

Debido a que nunca me presta atención, recuerdo reiteradas veces, tan vividamente que, en toda oportunidad de conversación, tan solo responde como última instancia con sus horrendos y fastidiosos gestos a todas mis preguntas.

De todos modos, si bien nunca ha alcanzado con ser un buen hombre y esposo, Rebeca es tan cruel conmigo, que el frío que ella desencadena haciá mí es mucho más helado que el intenso frío de todos los inviernos que pasamos juntos.

Sin embargo, a pesar de todo el dolor y sufrimiento que acumulo en mí pobre y agotado corazón, si hay algo que debo reconocer con mí propia alma destrozada, es que mí esposa en la vida de casados que compartimos en estos interminables años, me ha demostrado su verdadero temperamento. Rebeca nunca va a mentirme u ocultarme que en todo este tiempo le da igual si estoy o no a su lado, o fuera de la casa.

A causa de mí gran cansancio, como de las injusticias a mis estupidos esfuerzos, ¡tan en vanos, por cierto! en creer ciegamente día a día en cambiar a todos y cada uno de los terribles y aterradores pensamientos, tan enterrados en el corazón de Rebeca, concluyo convencido que la basura de mí esposa merece mí verdadero desprecio.

De modo que harto de mi fastidiosa e intolerable rutina, finalmente, irritadísimo de los bofetazos diarios de mí asquerosa y repugnante vida, lentamente comienzo a aborrecerla.

Desde entonces, viviendo avergonzado hoy como en otros días de mí pasado masoquismo insaciable hacia mí esposa, ya no encuentro una buena razón para seguir existiendo, por lo que tampoco considero que hay motivo alguno para escoja caminos nuevos y me anime a recorrerlos.

Hasta que lo más terrible se hace presente. ¡Ya todo está escrito! ¡Que cruel resulta el destino para cada uno de nosotros!. A pesar de mí valiosa decisión, de renunciar por completo al amor que solo yo manifiesto por Rebeca, no tardo en sentirme aturdido por la terrible desgracia que atravesé.

Si bien en ningún momento imagino que a esto tengo que llegar, días después de mí decisión, aún viviendo con mí esposa, como si nada pasara, comienzo a sentir como los sonidos de unos susurros azotan lentamente a mis oídos llamándome.

Así es como Dios me castiga, empiezo a percibir y escuchar con frecuencia, la dulce voz de una mujer que me llama cada vez que me encuentro sólo en la casa.

Día a día, la voz de aquella misteriosa mujer que desconozco, al tornarse tan bruscamente me termina llevando a la locura. ¡Su voz, su voz…!, es todo lo que abarca mí mente, ¿quién es? ¿dónde encontrarla?, es todo lo que me planteo idiotizado, mientras continuo con mí miserable rutina.

De forma que, comienzo a convivir con esto y soy consciente de que aun continuo tan destrozado por todo el mal que mi esposa me ha hecho pasar desde un principio. El miedo a vivir y quedarme desterrado en completa soledad es mí mayor temor.

Después de todo, luego de tantos días soportando mí cruel destino, la voz se da a conocer. Finalmente ese día llego.

Un martes por la tarde, algo inexplicable atenta sin piedad contra mí. Así lo veo tan claramente como si es ayer, mientras estoy preparando el té, percibo como si alguien ingresa a la casa diciendo:

– ¡Marcos… Marcos…!.

Al principio imagino que es Rebeca, sin embargo, al dirigirme a la entrada contemplo admirado a una mujer. ¡No puedo explicar lo que veo!, ya que es inútil expresar con palabras lo que mis ojos alcanzaron ver. Es una joven, con sus cabellos rizados, frescos y desnudos al viento, su boca sencilla teñida de rojo, y de ojos grises llenos de misterios, me tientan profundamente a avanzar.

Desesperado, algo desconcertado me acerco hacia a ella, y reconociendo su dulce voz, la abrazo tan pronto y como puedo, y al mirarnos fijamente a los ojos, sin dudarlo nos besamos apasionadamente.

De pronto algo golpea en mí frente, es Rebeca que regresa del trabajo, extrañada me observa de arriba hacia abajo, sin comprender mi absurdo rostro lleno de felicidad. Y al mismo tiempo, la muchacha desaparece de mi vista.

Si bien, desafortunadamente el encuentro con aquella misteriosa mujer es breve, por la noche no logro dormir. Parece imposible, pero no puedo dominar mis sentimientos, ya que admirado por aquel perfecto ser que vino a visitarme, no dejo de pensar en esa joven.

En la madrugada, en la cocina, sentado en una silla junto a la mesa, tratando de vencer el terrible insomnio que me castiga, sin darme cuenta, nuevamente vuelve a aparecer. Ahí está, sentada frente a mí, mirándome tan detenidamente a los ojos, y con una leve sonrisa, mientras toma de mis manos dice suavemente:

– ¡No temas… he venido por ti..!

En ese instante, sobre mí cuerpo siento como si un hermoso y tierno calor lentamente me envuelve, y con mí corazón latiendo fuertemente en mí pecho, la observo lleno de felicidad, y derramando lágrimas digo:

– ¿Quién eres? ¿Por qué has venido a buscarme?

– Soy todo lo que anhelas…- me dice. Aun así, solo para ti soy Isabel Dran

Sin dudas creo, que nunca me sentí tan escuchado como en aquella madrugada, puesto que no dejamos de conversar ni por un instante, ambos tan idiotizados riendo por horas, terminamos por despertar a Rebeca que tan enfadada se acerca a la cocina.

Una vez allí, forzándose en dirigirme sus hirientes palabras, de pronto al  voltearme, mí esposa, dejándose envolver por su gran soberbia, calla con orgullo mientras que con su mirada me azota sin descanso.

Otra vez, me observa más que extrañada, lo cual me llama la atención, ya que nunca en mí vida veo tan preocupada y nerviosa a mí mujer como en ésta ocasión.

A pesar de lo ocurrido, en esta oportunidad soy yo el que la ignora por completo. Voy a mi habitación, como si nada pasara, mientras que al mismo tiempo, Isabel se marcha inmediatamente.

Desde ese entonces, gracias a mis encuentros con la joven, veo pasar los días con amor. Parezco un hombre nuevo, definitivamente sin quererlo se vuelve mí mayor obsesión.

¡Ah… es todo un ángel!. Es Isabel Dran la “felicidad suprema” a la que todo hombre sobre ésta tierra desea alcanzar. Si bien disfruto admirado una parte de ésta felicidad, que tiernamente me brinda mí amada Isabel, aún así, sin comprenderlo, no me siento satisfecho.

¡Tal vez, la misma Isabel Dran es un amor no correspondido!, de todos modos, verdaderamente entre ésta joven y yo existe un cariño muy profundo.

Ambos solemos pasar las tardes juntos en mí pequeña casa. Siempre a su lado, el mundo tiene otro color, la vida misma brilla ésta vez a mí favor.

De ésta forma compartimos la rutina, sin embargo, soy consciente del sufrimiento que causo a mí esposa, ¡así lo veo yo!. Puedo percibir que Rebeca, en el tiempo en que estoy con Isabel; nos observa descaradamente detrás de mis espaldas.

¡Es increíble!, por primera vez en mi vida, como en los pocos años que llevamos de casados, mi esposa verdaderamente me sorprende. Pues aunque orgullosa quiera ignorarme, ella misma sabe que, en lo más profundo de su corazón, se siente preocupada por mi comportamiento.

Al fin y al cabo, Rebeca es consciente de que estoy equivocado, ya que la relación que me ata a Isabel Dran puede llevarme a la muerte. Hasta que más tarde, todo, absolutamente todo, se vuelve una terrible, terrible desilusión.

Así ocurre. Parece mentira. Pero, a los pocos meses de conocer a Isabel, el comportamiento de mí esposa es más preocupante, siempre callada pero dispuesta a hurgar en mi extrañada intimidad. Sin embargo, cansado e irritado de su fastidiosa presencia en la casa, aquella tarde de viernes, decido salir a caminar.

Mientras me dirijo hacia el armario para vestirme, veo reflejarse en el espejo, colgado en una de las puertas del placard, detrás de mí a Isabel. Al voltearme la observo, y feliz por su llegada, ella, tan angelical se acerca hacia mí.

En ese instante, al tomarla en mis brazos la beso como siempre, tan apasionado, tan ido del mundo, que, como idiota, caigo con ella sobre el espejo.

Nunca olvido con la gran nostalgia con la que me despido de mi queridísima y amada Isabel… De pronto, escucho a Rebeca entrando a la habitación.

– ¿Pero, qué es lo que te ocurre…? me dice riendo cínicamente.

Al percibir su voz, comienzo a sentir como los besos de Isabel lentamente enfrían mis labios, y al desprenderme de ellos, el terror azota ferozmente mí cuerpo… la desilusión inunda mí ser al ver mí rostro reflejado en el espejo.

Ahora comprendo. ¡En fin… ya no hay más nada por hacer, ya no encuentro razón para vivir!.

De tal forma, se aísla del mundo, prefiere esconderse, dejándose desganar por todas y cada una de las cosas que lo rodean.

Así lo demostró desde aquella tarde, no aparece ante nadie, parece que la tierra misma se lo  hubiera tragado por completo. Finalmente, dos días después, una mañana húmeda y lluviosa, Rebeca, que vuelve a la casa luego de hacer las compras, percibe mientras se dirige a su habitación un intenso olor que se desprende por debajo de la puerta. Es un olor tan fuerte, tan insoportable, que al ingresar a su recamara, Rebeca cubre parte de su rostro con ambas manos.

Una vez dentro, tratando de avanzar, recoge su abrigo, que está dentro del armario, comprendiendo que el terrible olor proviene de allí, rápidamente toma su portafolio, y juntando unas carpetas apaga el velador, actuando como si fuese una mañana más, como si nada hubiese pasado. Lentamente, sale del cuarto, cierra la puerta y emprende su camino al trabajo.