Tres portugueses bajo un paraguas

1
El primero portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.
2
– ¿Quién fue?- preguntó el comisario Jiménez.
– Yo no – dijo el primer portugués.
– Yo tampoco – dijo el segundo portugués.
– Yo menos – dijo el tercer portugués.
3
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.
4
– ¿Qué hacían en esa esquina? – preguntó el comisario Jiménez.
– Esperábamos un taxi – dijo el primer portugués.
– Llovía muchísimo – dijo el segundo portugués.
– ¡Cómo llovía! – dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.
5
– ¿Quién vio lo que pasó? – preguntó Daniel Hernández.
– Yo miraba hacia el norte – dijo el primer portugués.
– Yo miraba hacia el este – dijo el segundo portugués.
– Yo miraba hacia el sur – dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando hacia el oeste.
6
– ¿Quién tenía el paraguas? – preguntó el comisario Jiménez.
– Yo tampoco – dijo el primer portugués.
– Yo soy bajo y gordo – dijo el segundo portugués.
– El paraguas era chico – dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.
7
– ¿Quién oyó el tiro? – preguntó Daniel Hernández.
– Yo soy corto de vista – dijo el primer portugués.
– La noche era oscura – dijo el segundo portugués.
– Tronaba y tronaba – dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.
8
– ¿Cuándo vieron al muerto? – preguntó el comisario Jiménez.
– Cuando acabó de llover – dijo el primer portugués.
– Cuando acabó de tronar – dijo el segundo portugués.
– Cuando acabó de morir – dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.
9
– ¿Qué hicieron entonces? – preguntó Daniel Hernández.
– Yo me saqué el sombrero – dijo el primer portugués.
– Yo me descubrí – dijo el segundo portugués.
– Mis homenajes al muerto – dijo el tercer portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.
10
– Entonces, ¿qué hicieron? – preguntó el comisario Jiménez.
– Uno maldijo la suerte – dijo el primer portugués.
– Uno cerró el paraguas – dijo el segundo portugués.
– Uno nos trajo corriendo – dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11
– Usted lo mató – dijo Daniel Hernández.
– ¿Yo, señor? – preguntó el primer portugués.
– No, señor – dijo Daniel Hernández.
– ¿Yo, señor? – preguntó el segundo portugués.
– Sí, señor – dijo Daniel Hernández.
12
– Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada – dijo Daniel Hernández. – Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta, para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
«El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero.

«El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio; es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo por el pavimento húmedo.

«El asesino utilizó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esta noche hubo tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable.»

El primero portugués se fue a su casa. Al segundo no lo dejaron. El tercero se llevó el paraguas. El cuarto portugués estaba muerto. Muerto.

Ilustración de Agustín Ricciardi

Ilustración de Agustín Ricciardi

Orden jerárquico

De Eduardo Goligorsky, en Asesinos de papel, Calicanto, 1977.

A Carlos y María Elena

Abáscal lo perdió de vista, sorpresivamente, entre las sombras de la calle solitaria. Ya era casi de madrugada, y unos jirones de niebla espesa se adherían a los portales oscuros. Sin embargo, no se inquietó. A él, a Abáscal, nunca se le había escapado nadie. Ese infeliz no sería el primero. Correcto. El Cholo reapareció en la esquina, allí donde las corrientes de aire hacían danzar remolinos de bruma. Lo alumbraba el cono de luz amarillenta de un farol.

El Cholo caminaba excesivamente erguido, tieso, con la rigidez artificial de los borrachos que tratan de disimular su condición. Y no hacía ningún esfuerzo por ocultarse. Se sentía seguro.

Abáscal había empezado a seguirlo a las ocho de la noche. Lo vio bajar, primero, al sórdido subsuelo de la Galería Güemes, de cuyas entrañas brotaba una música gangosa. Los carteles multicolores prome­tían un espectáculo estimulante, y desgranaban los apodos exóticos de las coristas. Él también debió sumergirse, por fuerza, en la penumbra cómplice, para asistir a un monótono desfile de hembras aburridas. Las carnes fláccidas, ajadas, que los reflectores acribillaban sin piedad, bastaban, a juicio de Abáscal, para sofocar cualquier atisbo de excita­ción. Por si eso fuera poco, un tufo en el que se mezclaban el sudor, la mugre y la felpa apolillada, impregnaba al aire rancio, adhiriéndose a la piel y las ropas.

Se preguntó qué atractivo podía encontrar el Cholo en ese lugar. Y la respuesta surgió, implacable, en el preciso momento en que terminaba de formularse el interrogante.

El Cholo se encuadraba en otra categoría humana, cuyos gustos y placeres él jamás lograría entender. Vivía en una pensión de Retiro, un conventillo, mejor dicho, compartiendo una píeza minúscula con varios comprovincianos recién llegados a la ciudad. Vestía miserablemente, incluso cuando tenía los bolsillos bien forrados: camisa deshilachada, saco y pantalón andrajoso, mocasines trajinados y cortajeados. Era, apenas, un cuchillero sin ambiciones, o con una imagen ridícula de la ambición. Útil en su hora, pero peligroso, por lo que sabía, desde el instante en que había ejecutado su último trabajo, en una emergencia, cuando todos los expertos de confianza y responsables, como él, como Abáscal, se hallaban fuera del país. Porque últimamente las operaciones se realizaban, cada vez más, en escala internacional, y los viajes estaban a la orden del día.

Recurrir al Cholo había sido, de todos modos, una imprudencia. Con plata en el bolsillo, ese atorrante no sabía ser discreto. Abáscal lo había seguido del teatrito subterráneo a un piringundín de la 25 de Mayo, y después a otro, y a otro, y lo vio tomar todas las porquerías que le sirvieron, y manosear a las coperas, y darse importancia hablando de lo que nadie debía hablar. No mencionó nombres, afortunadamente, ni se refirió a los hechos concretos, identificables, porque si lo hubiera hecho, Abáscal, que lo vigilaba con el oído atento, desde el taburete vecino, habría tenido que rematarlo ahí nomás, a la vista de todos, con la temeridad de un principiante.

No era sensato arriesgar así una organización que tanto había costado montar, amenazando, de paso, la doble vida que él, Abáscal, un verdadero técnico, siempre había protegido con tanto celo. Es que él estaba en otra cosa, se movía en otros ambientes. Sus modelos, aquellos cuyos refinamientos procuraba copiar, los había encontrado en las recepciones de las embajadas, en los grandes casinos, en los salones de los ministerios, en las convenciones empresarias. Cuidaba, sobre todo, las aparien­cias: ropa bien cortada, restaurantes escogidos, starlets trepadoras, licores finos, autos deportivos, vuelos en cabinas de primera clase. Por ejemplo, ya llevaba encima, mientras se deslizaba por la calle de Retiro, siguiendo al Cholo, el pasaje que lo transportaría, pocas horas más tarde, a Caracas. Lejos del cadáver del Cholo y de las suspicacias que su eliminación podría generar en algunos círculos.

En eso, el Doctor había sido terminante. Matar y esfumarse. El número del vuelo, estampado en el pasaje, ponía un límite estricto a su margen de maniobra. Lástima que el Doctor, tan exigente con él, hubiera cometido el error garrafal de contratar, en ausencia de los auténticos profesionales, a un rata como el Cholo. Ahora, como de costumbre, él tenía que jugarse el pellejo para sacarles las castañas del fuego a los demás. Aunque eso también iba a cambiar, algún día. Él apuntaba alto, muy alto, en la organización.

Abáscal deslizó la mano por la abertura del saco, en dirección al correaje que le ceñía el hombro y la axila. Al hacerlo rozó, sin querer, el cuadernillo de los pasajes. Sonrió. Luego, sus dedos encontraron las cachas estriadas de la Luger, las acariciaron, casi sensualmente, y se cerraron con fuerza, apretando la culata.

El orden jerárquico también se manifestaba en las armas. Él había visto, hacía mucho tiempo, la herramienta predilecta del Cholo. Un puñal de fabricación casera, cuya hoja se había encogido tras infinitos contac­tos con la piedra de afilar. Dos sunchos apretaban el mango de madera, incipientemente resquebrajado y pulido por el manipuleo. Por supuesto, al Cholo había usado ese cuchillo en el último trabajo, dejando un sello peculiar, inconfundible. Otra razón para romper allí, en el eslabón más débil, la cadena que trepaba hasta cúpulas innombrables.

En cambio, la pistola de Abáscal llevaba impresa, sobre el acero azul, la nobleza de su linaje. Cuando la desarmaba, y cuando la aceitaba, prolijamente, pieza por pieza, se complacía en fantasear sobre la perso­nalidad de sus anteriores propietarios. ¿Un gallardo «junker»[1] prusiano, que había preferido dispararse un tiro en la sien antes que admitir la derrota en un suburbio de Leningrado? ¿O un lugarteniente del mariscal Rommel, muerto en las tórridas arenas de El Alamein? Él había comprado la Luger, justamente, en un zoco de Tánger donde los mercachifles remataban su botín de cascos de acero, cruces gamadas y otros trofeos arrebatados a la inmensidad del desierto.

Eso sí, la Luger tampoco colmaba sus ambiciones. Conocía la existen­cia de una artillería más perfeccionada, más mortífera, cuyo manejo estaba reservado a otras instancias del orden jerárquico, hasta el punto de haberse convertido en una especie de símbolo de status. A medida que él ascendiera, como sin duda iba a ascender, también tendría acceso a ese arsenal legendario, patrimonio exclusivo de los poderosos.

Curiosamente, el orden jerárquico tenía, para Abáscal, otra cara. No se trataba sólo de la forma de matar, sino, paralelamente, de la forma de morir. Lo espantaba la posibilidad de que un arma improvisada, bastarda, como la del Cholo, le hurgara las tripas. A la vez, el chicotazo de la Luger enaltecería al Cholo, pero tampoco sería suficiente para él, para Abáscal, cuando llegara a su apogeo. La regla del juego estaba cantada y él, fatalista por convicción, la aceptaba: no iba a morir en la cama. Lo único que pedía era que, cuando le tocara el tumo, sus verdugos no fueran chapuceros y supiesen elegir instrumentos nobles.

La brusca detención de su presa, en la bocacalle siguiente, le cortó el hilo de los pensamientos. Probablemente el instinto del Cholo, afinado en los montes de Orán y en las emboscadas de un Buenos Aires traicionero, le había advertido algo. Unas pisadas demasiado persisten­tes en la calle despoblada. Una vibración intrusa en la atmósfera. La conciencia del peligro acechante lo había ayudado a despejar la borra­chera y giró en redondo, agazapándose. El cuchillo tajeó la bruma, haciendo firuletes, súbitamente convertido en la prolongación natural de la mano que lo empuñaba.

Abáscal terminó de desenfundar la Luger. Disparó desde una distan­cia segura, una sola vez, y la bala perforó un orificio de bordes nítidos en la frente del Cholo.

Misión cumplida.

El tableteo de las máquinas de escribir llegaba vagamente a la oficina, venciendo la barrera de aislación acústica. Por el ventanal panorámico se divisaba un horizonte de hormigón y, más lejos, donde las moles dejaban algunos resquicios, asomaban las parcelas leonadas del Río de la Plata. El smog formaba un colchón sobre la ciudad y las aguas.

El Doctor tomó, en primer lugar, el cable fechado en Caracas que su secretaria acababa de depositar sobre el escritorio, junto a la foto de una mujer rubia, de facciones finas, aristocráticas, flanqueada, en un jardín, por dos criaturas igualmente rubias. Conocía, de antemano, el texto del cable: «Firmamos contrato». No podía ser de otra manera. La organiza­ción funcionaba como una maquinaria bien sincronizada. En eso residía la clave del éxito.

«Firmamos contrato», leyó, efectivamente. O sea que alguien -no importaba quién- había cercenado el último cabo suelto, producto de una operación desgraciada.

Primero había sido necesario recurrir al Cholo, un malevito margi­nado, venal, que no ofrecía ninguna garantía para el futuro. Después, lógicamente, había sido indispensable silenciar al Cholo. Y ahora el círculo acababa de cerrarse. «Firmamos contrato» significaba que Abáscal había sido recibido en el aeropuerto de Caracas, en la escalerilla misma del avión, por un proyectil de un rifle Browning calibre 30, equipado con mira telescópica Leupold M8-100. Un fusil, se dijo el Doctor, que Abáscal habría respetado y admirado, en razón de su proverbial entusias­mo por el orden jerárquico de las armas. La liquidación en el aeropuerto, con ese rifle y no otro, era, en verdad, el método favorito de la filial Caracas, tradicionalmente partidaria de ganar tiempo y evitar sobresaltos inútiles.

Una pérdida sensible, reflexionó el Doctor, dejando caer el cable sobre el escritorio. Abáscal siempre había sido muy eficiente, pero su intervención, obligada, en ese caso, lo había condenado irremisiblemen­te. La orden recibida de arriba había sido inapelable: no dejar rastros, ni nexos delatores. Aunque, desde luego, resultaba imposible extirpar todos, absolutamente todos, los nexos. Él, el Doctor, era, en última instancia, otro de ellos.

A continuación, el Doctor recogió el voluminoso sobre de papel manila que su secretaria le había entregado junto con el cable. El matasellos era de Nueva York, el membrete era el de la firma que servía de fachada a la organización. Habitualmente, la llegada de uno de esos sobres marcaba el comienzo de otra operación. El código para descifrar las instrucciones descansaba en el fondo de su caja fuerte.

El Doctor metió la punta del cortapapeles debajo de la solapa del sobre. La hoja se deslizó hasta tropezar, brevemente, con un obstáculo. La inercia determinó que siguiera avanzando. El Doctor comprendió que para descifrar el mensaje no necesitaría ayuda. Y le sorprendió descubrir que en ese trance no pensaba en su mujer y sus hijos, sino en Abáscal y en su culto por el orden jerárquico de las armas. Luego, la carga explosiva, activada por el tirón del cortapapeles sobre el hilo del detonador, transformó todo ese piso del edificio en un campo de escombros.


[1] Junker: aristócrata alemán.

Marie Roget El misterio de Marie   Roget1

Traducción de Julio Cortázar

Hay series ideales de acaecimientos que corren paralelos a los reales. Rara vez coinciden; por lo general. Los hombres y las circunstancias modifican la serie ideal perfecta, y sus consecuencias son por lo tanto igualmente imperfectas. Tal ocurrió con la Reforma: en vez del protestantismo tuvimos el luteranismo.

(NOVALIS, Moral Ansichten)

Aun entre los pensadores más sosegados, pocos hay que alguna vez no se hayan sorprendido al comprobar que creían a medias en lo sobrenatural —de manera vaga pero sobrecogedora—, basándose para ello en coincidencias de naturaleza tan asombrosa que, en cuanto meras coincidencias, el intelecto no ha alcanzado a aprehender. Tales sentimientos (ya que las creencias a medias de que hablo no logran la plena fuerza del pensamiento) nunca se borran del todo hasta que se los explica por la doctrina de las posibilidades. Ahora bien, este cálculo es puramente matemático en esencia, y ahí os encontramos con la anomalía de que la ciencia más rígida y exacta se aplica a las sombras y vaguedades de la especulación más intangible.

Los extraordinarios detalles que me toca dar a conocer constituyen, por lo que se refiere al tiempo, la rama principal de una serie de coincidencias apenas comprensibIes, cuya rama secundaria o final reconocerán todos los lectores en el reciente asesinato de Mary Cecilia Rogers, en Nueva York.

Cuando en un relato titulado Los crímenes de la calle Morgue, publicado hace un año, traté de poner de manifiesto algunas notables características de la mentalidad de mi amigo, el chevalier C. Auguste Dupin, no se ocurrió que volvería jamás a ocuparme del tema. Era intención describir esas características, y su objeto plenamente logrado dentro de la terrible serie de circunstancias que pusieron de manifiesto el modo de ser de Dupin. Podría haber aducido otros ejemplos, pero no hubieran resultado más probatorios. Los recientes sucesos, sin embargo, con su sorprendente desarrollo, me obligan a proporcionar nuevos detalles que tendrán la apariencia de una confesión forzada. Pero, luego de lo que he oído en estos últimos tiempos, sería verdaderamente extraño que guardara silencio sobre lo que vi y oí hace mucho.

Una vez resuelta la tragedia de la muerte de madame L’Espanaye y su hija, Dupin se despreocupó inmediatamente del asunto y recayó en sus viejos hábitos de melancólica ensoñación. Por mi parte, inclinado como soy a la abstracción, no dejé de acompañarlo en su humor; seguíamos ocupando las mismas habitaciones en el Faubourg Saint-Germain, y abandonamos toda preocupación por el futuro para sumergirnos plácidamente en el presente, reduciendo a sueños el mortecino mundo que nos rodeaba.

Estos sueños, sin embargo, solían interrumpirse. Fácilmente se imaginará que el papel desempeñado por mi amigo en el drama de la rue Morgue no había dejado de impresionar a la policía parisiense. El nombre de Dupin se había vuelto familiar a todos sus miembros. La sencilla naturaleza de aquellas inducciones por la cuales había desenredado el misterio no fue nunca explicado por Dupin a nadie, fuera de mí —ni siquiera al prefecto—, por lo cual no sorprenderá que su intervención se considerara poco menos que milagrosa, o que las aptitudes analíticas del chevalier le valieran fama de intuitivo. Su franqueza lo hubiera llevado a desengañar a todos los que creyeran esto último, pero su humor indolente lo alejaba de la reiteración de un tópico que había dejado de interesarle hacía mucho. Fue así como Dupin se convirtió en el blanco de las miradas de la policía, y en no pocos casos la prefectura trató de contratar sus servicios. Uno de los ejemplos más notables lo proporcionó el asesinato de una joven llamada Marie Rogêt.

El hecho ocurrió unos dos años después, de las atrocidades de la rue Morgue. Marie, cavo nombre y apellido llamarán inmediatamente la atención por su parecido con los de la infortunada vendedora de cigarros de Nueva York, era hija única de la viuda Estelle Rogêt. Su padre había muerto cuando Marie era muy pequeña y desde entonces hasta unos dieciocho meses antes del asesinato que nos ocupa, madre e hija habían vivido juntas en la rue Pavée Saint André2 donde la señora Rogêt, ayudada por la joven, dirigía una pensión. Las cosas siguieron así basta que Marie cumplió veintidós años y su gran belleza atrajo la atención de un perfumista que ocupaba uno de los negocios en la galería del Palais Royal, cuya clientela principal la constituían los peligrosos aventureros que infestaban la vecindad. Monsieur Le Blanc3 no ignoraba las ventajas de que la bella Marie atendiera la perfumería, y su generosa propuesta fue prontamente aceptada por la joven, aunque su madre no dejó de mostrar alguna vacilación.

Las previsiones del comerciante se cumplieron y sus salones no tardaron en hacerse famosos gracias a los encantos de la vivaz grisette. Un año llevaba ésta en su empleo, cuando sus admiradores quedaron confundidos por su brusca desaparición. Monsieur Le Blanc no se explicaba su ausencia, y madame Rogêt estaba llena de ansiedad y terror. Los periódicos se ocuparon inmediatamente del asunto y la policía empezaba a efectuar investigaciones cuando, una semana después de su desaparición, Marie se presentó otra vez en la perfumería y reanudó sus tareas, dando la impresión de hallarse perfectamente bien, aunque su expresión reflejaba cierta tristeza. Como es natural, toda indagación fue inmediatamente suspendida, salvo las de carácter privado. Monsieur Le Blanc se mostró imperturbable y no dijo una palabra. A todas las preguntas formuladas, tanto Marie como su madre respondieron que la primera había pasado la semana con parientes que vivían en el campo. La cosa acabó ahí y fue bien pronto olvidada, sobre todo porque la joven, deseosa de evitar las impertinencias de la curiosidad, no tardó en despedirse definitivamente del perfumista y buscó refugio en casa de su madre, en la rue Pavée Saint André.

Habrían pasado cinco meses de su retorno al hogar, cuando alarmó a sus amigos una segunda y no menos brusca desaparición. Pasaron tres días sin que se tuviera noticia alguna. Al cuarto día, el cadáver apareció flotando en el Sena4, cerca de la orilla opuesta al barrio de la rue Sainr André, en un punto no muy alejado de la aislada vecindad de la Barrière du Roule5.

La atrocidad del crimen (pues desde un principio fue evidente que se trataba de un crimen), la juventud y hermosura de la víctima y, sobre todo, su pasada notoriedad, conspiraron para producir una intensa conmoción en los espíritus de los sensibles parisienses. No recuerdo ningún caso similar que haya provocado efecto tan general y profundo. Durante varias semanas la discusión del absorbente tema hizo incluso olvidar los temas políticos del momento. El prefecto desplegó una insólita actividad y, como es natural, los recursos de la policía de París fueron empleados en su totalidad.

Al descubrirse el cadáver, nadie supuso que el asesino evadiría por mucho tiempo la investigación inmediatamente iniciada. Sólo al cumplirse la primera semana se estimó necesario ofrecer una recompensa, y aun así quedó limitada a la suma de mil francos. Entretanto la indagación procedía con vigor, ya que no siempre con tino, y numerosas personas fueron interrogadas en vano, mientras la excitación popular iba en aumento al advertir que no se daba con la menor clave que develara el misterio.

Al cumplirse el décimo día se creyó conveniente doblar la suma ofrecida. Transcurrió la segunda semana sin llegar a ningún descubrimiento y, como la animosidad siempre existente en París contra la policía se manifestara en una serie de graves disturbios, el prefecto asumió personalmente la responsabilidad de ofrecer la suma de veinte mil francos «por la denuncia del asesino» o en caso de que se tratara de más de uno «por la denuncia de cualquiera de los asesinos». En la proclamación de esta recompensa se prometía completo perdón a cualquier cómplice que se declarar contra el autor del hecho; al pie del cartel se agregó un segundo, por el cual un comité de ciudadanos ofrecía otros diez mil francos de recompensa. La suma total alcanzaba, pues, a treinta mil francos, lo cual debe considerarse extraordinario teniendo en cuenta la humilde condición de la víctima y la gran frecuencia con que en las grandes ciudades acontecen atrocidades de este género.

Nadie dudó entonces de que el misterioso asesinato sería inmediatamente esclarecido. Pero, aunque se efectuaron uno o dos arrestos que prometían buenos resultados, nada pudo aclararse que comprometiera a las personas en cuestión, las cuales recobraron la libertad. Por más raro que parezca, habían transcurrido tres semanas desde el descubrimiento del cuerpo sin que surgiera la menor luz reveladora, antes de que el rumor de los acontecimientos que tanto agitaban la opinión pública llegaron a oídos de Dupin y de mí.

Sumidos en investigaciones que reclamaban toda nuestra atención, hacía más de un mes que ninguno de los dos salía a la calle, recibía visitas o leía los diarios, aparte de una ojeada a los editoriales políticos. La primera noticia del asesinato nos fue traída por G… en persona. Se presentó en la tarde del 13 de julio de 18… y permaneció con nosotros hasta muy entrada la noche. Se sentía picado ante el fracaso de todos sus esfuerzos por atrapar a los asesinos. Su reputación —según declaró con un aire típicamente pariciense— estaba comprometida. Incluso su honor se mancillado. Los ojos de la sociedad estaban clavados en él y no había sacrificio que no estuviese dispuesto a realizar para que el misterio quedara aclarado. Terminó su curiosa perorata con un cumplido sobre lo que denominaba el tacto Dupin, y le hizo una proposición tan directa como generosa, cuya naturaleza precisa no estoy en condiciones declarar, pero que no tiene relación directa con el tema fundamental de mi relato.

Mi amigo rechazó el cumplido lo mejor que pudo, pero aceptó inmediatamente la proposición, aunque sus ventajas eran momentáneas. Arreglado esté punto, el prefecto procedió a ofrecernos sus explicaciones del asunto, mezcladas con largos comentarios sobre los testimonios recogidos (que no conocíamos aún). Habló largo tiempo, indudablemente con mucha sapiencia, mientras yo insinuaba una que otra sugestión y la noche avanzaba con interminable lentitud. Dupin, cómodamente instalado en su sillón habitual, era la encarnación misma de la atención respetuosa. No se quitó en ningún momento los anteojos, y una ojeada ocasional que lancé por detrás de los cristales verdes bastó para convencerme de que dormía tan profunda como silenciosamente, a lo largo de las siete u ocho pesadísimas horas que precedieron la partida del prefecto.

A la mañana siguiente me procuré en la prefectura un informe completo de todos los testimonios obtenidos y, en las oficinas de los diarios, un ejemplar de cada edición en la cual se hubieran publicado noticias importantes sobre el triste caso. Libres de todo lo que cabía rechazar de plano, el total de las informaciones era el siguiente:

Marie Rogêt abandonó la casa de su madre en la rue Pavée Saint André hacia las nueve de la mañana del domingo 22 de junio de 18… Al salir informó a un señor Jacques St. Eustache 6—y solamente a él— que tenía intención de pasar el día en casa de una tía que habitaba en la rue des Drômes. Esta calle, angosta y breve pero muy populosa, no está lejos de la orilla del río y queda a unas dos millas —siguiendo la línea más directa posible de la pensión de madame Roget. St. Eustache tache era el novio oficial de Marie, y vivía en la pensión, donde asimismo almorzaba y cenaba. Quedó convenido que iría a buscar a prometida al anochecer, para acompañarla de regreso. Aquella tarde, empero, se puso a llover copiosamente y, al suponer que Marie se quedaría en casa de su tía (como lo había hecho en circunstancias similares, su novio no creyó necesario mantener promesa. A medida que avanzaba la noche, oyóse decir a madame Rogêt (que era una anciana achacosa, de setenta años) «que no volvería a ver nunca más a Marie>>; pero en el momento nadie tomó en cuenta su observación

El lunes se supo con certeza que la muchacha no había estado en la rue des Drómes, y cuando transcurrió el día sin noticias de ella se inició una tardía búsqueda en distintos puntos ciudad y alrededores. Pero sólo al cuarto día de la desaparición se tuvieron las primeras noticias concretas. Ese día (miércoles, 25 de junio) un Beauvais7, que en unión de un amigo había estado haciendo indagaciones sobre Marie cerca de la Barrière du Roule, en la orilla del Sena opuesta a la rue Pavée Saint André, fue informado de que unos pescadores acababan de extraer y llevar a la orilla un cadáver que había aparecido flotando en el río. En presencia del cuerpo, y luego de alguna vacilación, Beauvais lo identificó como el de la muchacha de la perfumería. Su amigo la reconoció antes que él.

El rostro estaba cubierto de sangre coagulada, parte de la cual salía de la boca. No se advertía ninguna espuma, como ocurre con los ahogados. Los tejidos celulares no estaban decolorados. Alrededor de la garganta se advertían magulladuras y huellas de dedos. Los brazos estaban doblados sobre el pecho y rígidos. La mano de derecha aparecía cerrada; la izquierda, abierta en parte. En la muñeca izquierda había dos excoriaciones circulares, aparentemente causadas por cuerdas o por una cuerda pasada dos veces. Parte de la muñeca derecha aparecía también muy excoriada, mismo que toda la espalda y en especial los omoplatos. Al traer el cuerpo a la orilla los pescadores lo habían atado con una soga, pero ninguna de las excoriaciones había sido producida por ésta. El cuello aparecía sumamente hinchado. No se veía ninguna herida, ni contusiones que provinieran de golpes. Alrededor del cuello se encontró un cordón atado con tanta fuerza que no se alcanzaba a distinguirlo, de tal modo estaba incrustado en la carne; había sido asegurado con un nudo situado exactamente debajo de la oreja izquierda. Esto solo hubiera bastado para provocar la muerte. El testimonio médico dejó expresamente establecida la virtud de la difunta, expresando que había sido sometida a una brutal violencia. Al ser encontrado el cuerpo se hallaba en un estado que no impedía su identificación por parte de sus conocidos.

Las ropas de la víctima aparecían llenas de desgarrones y en desorden. Una tira de un pie de ancho había sido arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda hasta la cintura, pero no desprendida por completo. Aparecía arrollada tres veces en la cintura y asegurada mediante una especie de ligadura en la espalda. La bata que Marie llevaba debajo del vestido era de fina muselina; una tira de dieciocho pulgadas de ancho había sido arrancada por completo de esta prenda, de manera muy cuidadosa y regular. Dicha tira apareció alrededor del cuello, pero no apretada, aunque había sido asegurada con un nudo finísimo. Sobre la tira de muselina y el cordón había un lazo procedente de una cofia, que aún colgaba de él. Dicho lazo estaba asegurado con un nudo de marinero, y no con el que emplean las señoras.

Luego de identificado, el cadáver no fue conducido a la morgue, como se acostumbraba, ya que la formalidad parecía superflua, sino enterrado presurosamente no lejos del lugar donde fuera extraído del agua. Gracias a los esfuerzos de Beauvais, el asunto se mantuvo cuidadosamente en secreto y transcurrieron varios días antes de que el interés público despertara. Un semanario, sin embargo 8, se ocupó por fin del tema; exhumóse el cadáver, procediéndose a un nuevo examen del mismo, pero nada se agregó a lo anteriormente conocido. Mas esta vez se mostraron las ropas a la madre y amigos de Marie, quienes las identificaron como las que vestía la muchacha al abandonar su casa.

La agitación, entre tanto, aumentaba de hora en hora. Numerosas personas fueron arrestadas y puestas nuevamente en libertad. St. Eustache, en especial, provocaba vivas sospechas, pues en un comienzo fue incapaz de explicar satisfactoriamente sus movimientos a lo largo del domingo en que Marie salió de su casa. Más tarde, empero, presentó a monsieur G… testimonios escritos que daban cuenta clara de cada hora del día en cuestión. A medida que transcurría el tiempo sin que se hiciera el menor descubrimiento, empezaron a circular mil rumores contradictorios, y los periodistas se entregaron a la tarea de proponer sugestiones. Entre ellas, la que más llamó la atención fue la de que Marie Rogêt estaba todavía viva, y que el cuerpo hallado en el Sena correspondía a alguna otra desventurada mujer. Creo oportuno someter al lector al lector los pasajes que contienen la sugestión aludida. Son transcripción literal de artículos aparecidos en L´Etoile 9, periódico redactado habitualmente con mucha competencia.

«Mademoiselle Rogêt abandonó la casa su madre en la mañana del domingo 22 de junio, con el ostensible propósito de visitar a su tía o a algún otro pariente en la rue des Drômes. Desde esa hora, nadie parece haber vuelto a verla. No hay la menor huella ni noticia. Hasta la fecha, por lo menos, no se ha presentado nadie que la haya visto una vez que salió de la casa materna. Ahora bien, aunque carecemos de testimonios de que Marie Rogêt se hallaba aún entre los vivos después de las nueve de la mañana del domingo 22 de junio, hay pruebas de que lo estaba hasta esa hora. El miércoles, a mediodía, un cuerpo de mujer fue descubierto a flote cerca de la orilla de la Barrière du Roule. Aun presumiendo que Marie Rogeêt fuera arrojada al río dentro de las tres horas siguientes a la salida de su casa, esto significa un término de tres días, hora más o menos, desde el momento en que abandonó su hogar. Pero sería absurdo suponer que el asesinato (si se trata de un asesinato), pudo ser consumado lo bastante pronto para permitir a los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes de medianoche. Quienes cometen tan horribles crímenes prefieren la oscuridad a la luz… Vemos así que, si el cuerpo hallado en el río era de Marie Rogêt, sólo pudo estar en el agua dos días y medio, o tres como máximo. Las experiencias han demostrado que los cuerpos de los ahogados, o de los arrojados al agua inmediatamente después de una muerte violenta, requieren de seis a diez días para que la descomposición esté lo bastante avanzada como para devolverlos a la superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre el lugar donde hay un cadáver, y éste sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o seis días, volverá a hundirse si no se lo amarra. Preguntamos ahora: ¿qué pudo determinar semejante alteración en el curso natural de las cosas? Si el cuerpo, maltratado como estaba, hubiera permanecido en tierra hasta la noche del martes, no habría dejado de aparecer en la costa alguna huella de los asesinos. Asimismo, resulta dudoso que el cuerpo hubiera subido tan pronto a flote, aun lanzado al agua después de dos días de producida la muerte. Y, lo que es más, parece altamente improbable que los miserables capaces de semejante crimen hayan arrojado el cadáver al agua sin atarle algún peso para mantenerlo sumergido, cosa que no ofrecía la menor dificultad.»

El articulista continúa arguyendo que el cuerpo debió de estar en el agua «no solamente tres días, sino, por lo menos, cinco veces ese tiempo», pues aparecía tan descompuesto que Beauvais tuvo gran dificultad para identificarlo. Este último punto, empero, fue plenamente refutado. Continúo traduciendo:

« ¿En qué se basa, pues, monsieur Beauvais para afirmar que no duda de que el cuerpo es el de Marie Rogêt Sabemos que procedió a desgarrar la manga del vestido y que afirmó que había advertido en el brazo marcas que probaban su identidad. El público habrá pensado que se trataba de alguna cicatriz o cicatrices. Pero monsieur Beauvais se limitó a frotar el brazo y comprobar que vello lo cual es el detalle menos concluyente que nos sea dado imaginar y tan poco probatorio como encontrar el brazo dentro de la manga. Monsieur Beauvais no regresó esa noche, pero hizo saber a madame Rogêt, a las siete de la tarde del miércoles, que se continuaba la investigación referente a su hija. Si concedemos que, dada su edad y su aflicción, madame Rogêt no podía identificar personalmente el cuerpo (lo cual es conceder mucho) cabe suponer que bien podía haber alguna otra persona o personas que consideraran necesario hacerse presentes y seguir de cerca la investigación si creían que el cadáver era el de Marie. Pero nadie se presentó. No se dijo ni se oyó una sola palabra sobre el asunto en la rue Pavée Saint André, nada que llegara a conocimiento de los ocupantes de la misma casa. Monsieur St. Eustache, el prometido de Marie, que habitaba en la pensión de su madre, declara que no supo nada del descubrimiento del cuerpo de su novia hasta que, a la mañana siguiente, monsieur Beauvais entró en su habitación y le comunicó la noticia. Se diría que semejante noticia fue recibida con suma frialdad.»

De esta manera, el articulista se esforzaba por crear la impresión de una cierta apatía por parte de los parientes de Marie, contradictoria con la suposición de que dichos parientes creían que el cadáver era el de la joven. Las insinuaciones pueden reducirse a lo siguiente: Marie, con la complicidad de sus amigos, se había ausentado de la ciudad por razones que implicaban un cargo contra su castidad. Al aparecer en el Sena un cuerpo que se parecía algo al de la muchacha, sus parientes habían aprovechado la oportunidad para impresionar al público con el convencimiento de su muerte. Pero L´Etoile volvía a apresurarse. Probóse claramente que la aludida apatía no era tal; que la madre de Marie estaba muy débil y tan afligida que era incapaz de ocuparse de nada; que St. Eustache, lejos de haber recibido fríamente la noticia, hallábase en estado de desesperación y se conducía de una manera tan extraviada, que monsieur Beauvais debió pedir a un amigo y pariente que no se separara de su lado y le impidiera presenciar la exhumación del cadáver. L´Etoile afirmaba, además, que el cuerpo había sido nuevamente enterrado a costa del municipio, que la familia había rechazado de plano una ventajosa oferta de sepultura privada, y que en la ceremonia no había estado presente ningún miembro de la familia. Pero todo eso, publicado a fin de reforzar la impresión que el periódico buscaba producir, fue satisfactoriamente refutado. Un número posterior del mismo diario trataba de arrojar sospechas sobre el mismo Beauvais. El redactor manifestaba:

«Se ha producido una novedad en este asunto. Nos informan que, en ocasión de una visita de cierta madame B…. a la casa de madame Rogêt, monsieur Beauvais, que se disponía a salir, dijo a la primera nombrada que no tardaría en venir un gendarme, pero que no debía decir una sola palabra hasta su regreso, pues él mismo se ocuparía del asunto. En el estado actual de cosas, monsieur Beauvais parece ser quien tiene todos los hilos en la mano. Es imposible dar el menor paso sin tropezar en seguida con su persona. Por alguna razón, este caballero ha decidido que nadie fuera de él se ocupara de las actuaciones, y se las ha compuesto para dejar de lado a los parientes masculinos de la difunta, procediendo en forma harto singular. Parece, además, haberse mostrado muy refractario a que los parientes de la víctima vieran el cadáver.»

Un hecho posterior contribuyó a dar alguna consistencia a las sospechas así arrojadas sobre Beauvais. Días antes de la desaparición de la joven, una persona que acudió a la oficina de aquél, en ausencia de su ocupante, observó que en la cerradura de la puerta había rosa, y que en una pizarra colgada al lado aparecía el nombre Marie.

Hasta donde podíamos deducirlo por la lectura de los diarios, la impresión general era que la muchacha había sido víctima de una banda de criminales, quienes la habían arrastrado cerca del río, maltratado y, finalmente, asesinado. Le Commerciel 10 periódico de gran influencia combatía, sin embargo, vigorosamente esta opinión popular. Cito uno o des pasajes de sus columnas:

«Estamos persuadidos de que, al encaminarse hacia la Barrèere du Roule, la indagación ha seguido hasta ahora un camino equivocado. Es imposible que una persona tan popularmente conocida como la joven víctima hubiera podido caminar tres cuadras sin que la viera alguien, y cualquiera que la hubiese visto la recordaría, porque su figura interesaba a todo el mundo. Las calles estaban llenas de gente cuando Marie salió. Imposible que haya llegado a la Barrière du Roule o a la rue des Drômes sin ser econocida por una docena de testigos. Y, sin embargo, no se ha presentado nadie que la haya visto fuera de la casa de su madre; aparte del testimonio que se refiere a las intencioness expresadas por Marie, no existe prueba alguna de que realmente haya salido de su casa.

»El traje de la víctima había sido desgarrado, arrollado a su cintura y atado; el propósito era llevar el cadáver como se lleva un envoltorio. Si el asesinato hubiera sido cometido en la Barrière du Roule no habría habido la menor necesidad de semejante cosa. El hecho de que el cuerpo haya sido encontrado flotando cerca de la Barrière no prueba el lugar donde fue arrojado al agua… Un trozo de una de las enaguas de la infortunada muchacha, de dos pies de largo por uno de ancho, le fue aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza, probablemente para ahogar sus gritos. Los individuos que hicieron esto no tenían pañuelo en el bolsillo.»

Uno o dos días antes de que el prefecto nos visitara, la policía recibió importantes informaciones que parecieron invalidar los argumentos esenciales de Le Commerciel. Dos niños, hijos de cierta madame Deluc, que vagabundeaban por los bosques próximos a la Barrière du Roule, entraron casualmente en un espeso soto, donde había tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie de asiento con respaldo y escabel. Sobre la piedra superior aparecían unas enaguas blancas; en la segunda, una chalina de seda. También encontraron una sombrilla, guantes y pañuelo de bolsillo. Este último ostentaba el nombre «Marie Rogêt». En las zarzas circundantes aparecieron jirones de vestido. La tierra estaba removida, rotos los arbustos y no cabía duda de que una lucha había tenido lugar. Entre el soto y el río se descubrió que los vallados habían sido derribados v la tierra mostraba señales de que se había arrastrado una pesada carga.

Un semanario, Le Soleil 11 contenía el siguiente comentario del descubrimiento, comentario que era como el eco de la prensa parisiense.

«Con toda evidencia, los objetos hallados llevaban en el lugar tres o cuatro semanas, por lo menos; aparecían estropeados y enmohecidos por la acción de las lluvias; el moho los había pegado entre sí. El pasto había crecido en torno y encima de algunos de ellos. La seda de la sombrilla era muy fuerte, pero sus fibras se habían adherido unas a otras por dentro. La parte superior, de tela doble y plegada, estaba enmohecida por la acción de la intemperie y se rompió al querer abrirla. Los jirones del vestido en las zarzas tenían unas tres pulgadas de ancho por seis de largo. Uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido y había sido remendado; otro trozo era parte de la falda, pero no del dobladillo. Daban la impresión de ser pedazos arrancados y se hallaban en la zarza espinosa, a un pie del suelo… No cabe ninguna duda, pues, de que se ha descubierto el escenario de tan espantoso atentado. »

Otros testimonios surgieron a consecuencia del descubrimiento. Madame Deluc declaró ser la dueña de una posada situada sobre el camino, no lejos de la orilla del río, en la parte opuesta a la Barrière du Roule. Esta región es particularmente solitaria y constituye el habitual lugar de esparcimiento de los pájaros de cuenta de París, que cruzan el río en bote. Hacia las tres de la tarde del domingo en cuestión llegó a la posada una muchacha a quien acompañaba un hombre joven y moreno. Permanecieron algún tiempo en la casa. Al partir se en caminaron rumbo a los espesos bosques de la vecindad. Madame Deluc había observado con atención el tocado de la muchacha, pues le recordaba mucho uno que había tenido una parienta suya fallecida. Reparó, sobre todo, en la chalina. Poco después de la partida de la pareja se presentó una pandilla de malandrines, quienes se condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin pagar, siguieron luego la ruta que habían tomado los dos jóvenes y regresaron a la posada al anochecer, volviendo a cruzar el río como si tuvieran mucha prisa.

Poco después de oscurecer, aquella misma tarde, madame Deluc y su hijo mayor oyeron los gritos de una mujer en la vecindad de la posada. Los gritos eran violentos, pero duraron poco. Madame D. no solamente reconoció la chalina hallada en el soto, sino el vestido que tenía el cadáver. Un conductor de ómnibus, Valence 12, testimonió asimismo haber visto a Marie Rogêt cuando cruzaba en un ferry el Sena, el domingo en cuestión, acompañada por un joven moreno. Valence conocía a la muchacha y estaba seguro de su identidad. Los efectos encontrados en el soto fueron reconocidos sin lugar a dudas por los parientes de la víctima.

Los distintos testimonios e informaciones recogidos por mí a pedido de Dupin contenían tan sólo un punto más, pero, al parecer, de gran importancia. Inmediatamente después del descubrimiento de las ropas que acaban de describirse encontróse el cuerpo de St. Eustache, el prometido de Marie, quien yacía moribundo en la vecindad de la que todos suponían la escena del atentado. Un frasco con la inscripción láudano apareció vacío a su lado. El aliento del agonizante revelaba la presencia del veneno. St. Eustache murió sin decir una palabra. En sus ropas se halló una carta donde brevemente reiteraba su amor por Marie y su intención de suicidarse.

—Apenas necesito decirle— aclaró Dupin al finalizar el examen de mis notas— que este caso es mucho más intrincado que el de la rue Morgue, del cual difiere en un importante aspecto. Estamos aquí en presencia de un crimen ordinario, por más atroz que sea. No hay nada particularmente excesivo, outré, en sus características. Observará usted que por esta razón se consideró que el misterio era sencillo, cuando, en realidad, y por la misma razón, debía considerárselo muy difícil. Al principio, por ejemplo, no se creyó necesario ofrecer una recompensa. Los agentes de G… fueron capaces de comprender inmediatamente cómo y por qué podía haberse cometido esa atrocidad. Se representaron imaginariamente un modo —muchos modos— y un móvil —muchos móviles—. Y como no era imposible que cualquiera de tan numerosos modos y móviles pudiera haber sido el verdadero, descontaron que uno de ellos tenía que ser el verdadero. Pero la facilidad con que nacieron tan diversas fantasías y lo plausible de cada una deberían haber indicado las dificultades del caso antes que su facilidad. Ya le he hecho notar que la razón se abre camino por encima del nivel ordinario, si es que ha de encontrar la verdad, y que la verdadera pregunta en casos como éstos no es tanto: «¿Qué ha ocurrido?», sino: « ¿Qué hay en lo ocurrido, que no se parece a nada de lo ocurrido anteriormente?» En las investigaciones en casa de madame L’Espanaye13 los agentes de G…. quedaron confundidos y descorazonados por lo insólito, lo infrecuente del caso que, para un intelecto debidamente ordenado, hubiese significado el más seguro augurio de buen éxito; mientras ese mismo intelecto podría desesperarse ante el carácter ordinario de todas las apariencias en el caso de la muchacha de la perfumería, que para los funcionarios de la prefectura eran signos de un fácil triunfo.

En el caso de madame L’Espanaye y su hija, desde el principio de nuestra investigación no cupo duda alguna de que se había cometido un crimen. La idea de suicidio fue inmediatamente excluida. También aquí, desde el comienzo, podemos eliminar toda suposición en ese sentido. El cuerpo hallado en la Barrière du Roule se hallaba en un estado que elimina toda vacilación sobre punto tan importante. Pero se ha sugerido que el cadáver hallado no es el de Marie Rogêt; y la recompensa ofrecida se refiere a la denuncia del asesino o asesinos de ésta, y lo mismo el acuerdo a que hemos llegado con el prefecto. Bien conocemos a este caballero y no debemos confiar demasiado en él. Si iniciamos nuestras investigaciones a partir del cadáver hallado y seguimos la huella del asesino hasta descubrir que el cadáver pertenece a otra persona, o bien si partimos de la suposición de que Marie está viva y verificamos que, efectivamente, ésa es la verdad, en ambos casos perdemos el precio de nuestras fatigas, ya que tenemos que entendernos con monsieur G… Vale decir que nuestro primer objetivo —si pensamos en nosotros tanto como en la justicia— debe consistir en dejar bien establecido que el cadáver hallado pertenece a la Marie Rogêt desaparecida.

Los argumentos de L’Etoile han tenido gran repercusión entre el público, y el periódico mismo está tan convencido de su importancia que comienza así uno de sus Comentarios sobre el tema: «Varios diarios de la mañana, en su edición de hoy, aluden al concluyente artículo de L´Etoile del domingo». Para mí el tal artículo no es nada concluyente y sólo demuestra el celo de su redactor. Debemos tener en cuenta que, en general, nuestros periódicos se proponen fines sensacionalistas y triunfos personales mucho más que servir la causa de la verdad. Este último objetivo solamente es perseguido cuando coincide con los anteriores. El diario que se conforma con la opinión general (por bien fundada que esté) no logra los sufragios de la multitud. La masa popular sólo considera profundo aquello que está en abierta contradicción con las nociones generales. Tanto en el raciocinio como en la literatura, el epigrama obtiene la aprobación inmediata y universal. Y en ambos casos se halla en lo más bajo de la escala de méritos.

Quiero decir que la mezcla de epigrama y melodrama que hay en la idea de que Marie Rogêt está todavía viva vale más para L´Etoile que lo que puede haber de plausible en esa sugestión, y le ha ganado la favorable acogida del público. Examinemos lo principal de los argumentos del diario, tratando de evitar la incoherencia con la cual han sido expuestos.

El primer propósito del redactor consiste en mostrar, basándose en lo breve del intervalo entre la desaparición de Marie y el hallazgo del cuerpo en el río, que este último no puede ser el de Marie. De inmediato, el redactor trata de reducir dicho intervalo a sus menores proporciones. En la ansiosa persecución de este objetivo, no vacila en abandonarse a meras suposiciones. «Sería absurdo suponer —declara— que el asesinato (si se trata de un asesinato) pudo ser consumado lo bastante pronto para permitir a los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes de media noche.» Con toda naturalidad pregunto: ¿por qué? ¿Por qué es absurdo suponer que el crimen pudo ser cometido cinco minutos después de que la muchacha salió de casa de su madre? ¿Por qué es absurdo suponer que el crimen fue cometido en cualquier momento de ese día? Ha habido asesinatos a todas horas. Pero si el crimen hubiese tenido lugar en cualquier momento entre las nueve de la mañana del domingo y un cuarto de hora antes de media noche, siempre habría habido tiempo suficiente «para arrojar el cuerpo al río antes de media noche». La suposición, pues, se reduce a esto: el asesinato no fue cometido el día domingo. Pero si permitimos a L´Etoile suponer eso, bien podemos permitirle todas las libertades. El párrafo que comienza: «Sería absurdo suponer que el asesino, etcétera», debió haber sido concebido por el redactor en la forma siguiente: «Sería absurdo suponer que el asesinato (Si se trata de un asesinato) pudo ser consumado lo bastante pronto para permitir a los perpetradores arrojar el cuerpo al río antes de media noche; es absurdo, decimos, suponer tal cosa, y a la vez (como estamos resueltos a suponer) que el cuerpo no fue tirado al río hasta después de media noche» Frase bastante inconsistente en sí, pero no tan ridícula como la impresa.

Si mi propósito —continuó Dupin— se limitara meramente a impugnar este pasaje del argumento de L´Etoile, podría dejar la cosa así. Pero no tenemos que habérnoslas con L´Etoile, sino con la verdad. Tal como aparece, la frase en cuestión sólo tiene un sentido, pero resulta importantísimo que vayamos más allá de las meras palabras, en busca de la idea que éstas trataron obviamente de expresar sin conseguirlo. La intención del periodista era hacer notar que en cualquier momento del día o de la noche del domingo en que se hubiera cometido el crimen, resultaba improbable que los asesinos hubieran osado transportar el cuerpo al río antes de media noche. Y es aquí donde reside la suposición contra la cual me rebelo. Se da por supuesto que el asesinato fue cometido en un lugar y en tales circunstancias que hacían necesario transportar el cadáver. Ahora bien, el asesinato pudo producirse a la orilla del río o en el río mismo; vale decir que el acto de arrojar el cadáver al río pudo ocurrir en cualquier momento del día o de la noche, como la forma de ocultamiento más inmediata y más obvia. Comprenderá que no sugiero nada de esto como probable o como coincidente con mi propia opinión. Hasta ahora, mis intenciones no se refieren a los hechos del caso. Simplemente deseo prevenirlo contra el tono de esa sugestión de L´Etoile, mostrándole desde un comienzo su carácter.

Luego de fijar un límite adecuado a sus nociones preconcebidas y de suponer que, de tratarse del cuerpo de Marie, sólo podría haber permanecido breve tiempo en el agua, el diario continúa diciendo:

«Las experiencias han demostrado que los cuerpos de los ahogados o de los arrojados al agua inmediatamente después de una muerte violenta requieren de seis a diez días para que la descomposición esté lo bastante avanzada como para devolverlos a la superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre el lugar donde hay un cadáver y éste sube a la superficie antes de una, inmersión de cinco o seis días volverá a hundirse si no se lo amarra.»

Estas afirmaciones han sido tácitamente aceptadas por todos los diarios de París con excepción de Le Moniteur 14. Este último se esfuerza por desvirtuar esa parte del párrafo que se refiere a «los cuerpos de los ahogados», citando cinco o seis casos en los cuales los cadáveres de personas ahogadas reaparecieron a flote tras un lapso menor del que sostiene L´Etoile. Pero Le Moniteur procede de manera muy poco lógica al pretender refutar la totalidad del argumento de L´Etoile mediante ejemplos particulares que lo contradicen. Aunque hubiera sido posible aducir cincuenta de cinco ejemplos de cuerpos que se hallaron flotando después de dos o tres días, esos cincuenta ejemplos podrían seguir siendo razonablemente considerados como excepciones a la regla de L´Etoile hasta el momento en que pudiera refutarse la regla misma. Admitiendo esta última (como lo hace Le Moniteur, que se limita a señalar sus excepciones), el argumento de L’Etoiletoda su fuerza, ya que sólo se refiere a la probabilidad de que el cuerpo haya surgido a la superficie en menos de tres días, y esta probabilidad seguirá manteniéndose a favor de L´Etoile hasta que los ejemplos tan puerilmente aducidos tengan número suficiente para constituir una regla antagónica.

Verá usted de inmediato que toda argumentación opuesta debe concentrarse en la regla en sí, y a tal fin debemos examinar la razón misma de la regla. En general, el cuerpo humano no es ni más liviano ni más pesado que el agua del Sena; vale decir que el peso específico de cuerpo humano en condición natural equivale aproximadamente al del volumen de agua dulce que desplaza. Los cuerpos de gentes gruesas y corpulentas, de huesos pequeños, y en general los de las mujeres, son más livianos que los cuerpos delgados, de huesos grandes, y en general de los masculinos; a su vez el peso específico del agua de río se ve más o menos influido por el flujo proveniente del mar. Pero, dejando esto a un lado, puede afirmarse que muy pocos cuerpos se hundirían espontáneamente, incluso en agua dulce. Prácticamente todos los que caen en un río pueden mantenerse a flote, siempre que logren equilibrar el peso específico del agua con el suyo; vale decir, que queden casi completamente sumergidos, con el mínimo posible fuera del agua. La posición adecuada para el que no sabe nadar es la vertical, como si estuviera caminando, con la cabeza completamente echada hacia atrás y sumergida, salvo la boca y la nariz. Colocados en esa forma, descubriremos que nos mantenemos a flote sin dificultad ni esfuerzo. Naturalmente que el peso del cuerpo y el volumen de agua desplazado se equilibran estrechamente, y la menor diferencia determinará la preponderancia de uno de ellos. Un brazo levantado fuera del agua, por ejemplo, y privado así de su sostén, representa un peso adicional suficiente para sumergir por completo la cabeza, mientras que la ayuda del más pequeño trozo de madera nos permitirá sacar la cabeza lo suficiente para mirar en torno. Ahora bien, cuando alguien que no sabe nadar se debate en el agua, levantará invariablemente los brazos, mientras se esfuerza por mantener la cabeza en posición vertical.

El resultado de esto es la inmersión de la boca y la nariz, que acarrea, en los esfuerzos por respirar, la entrada del agua en los pulmones. El agua penetra igualmente en el estómago, y el cuerpo pesa más por la diferencia entre el peso del aire que previamente llenaba dichas cavidades y el del líquido que las ocupa ahora. Tal diferencia basta para que el cuerpo se hunda por regla general, aunque es insuficiente en caso de personas de huesos menudos y una cantidad anormal de materia grasa. Estas personas siguen flotando incluso después de haberse ahogado.

Suponiendo que el cuerpo se encuentre en el fondo del río, permanecerá allí hasta que por algún motivo su peso específico vuelva a ser menor que la masa de agua que desplaza. Esto puede deberse a la descomposición o a otras razones. La descomposición produce gases que distienden los tejidos celulares y todas las cavidades, produciendo en el cadáver esa hinchazón tan horrible de ver. Cuando la distensión ha avanzado a punto tal que el volumen del cuerpo aumenta sin un aumento correspondiente de masa, su peso específico resulta menor que el del agua desplazada y, por tanto, se remonta a la superficie. Pero la descomposición se ve modificada por innumerables circunstancias y es acelerada o retardada por múltiples causas; vayan como ejemplos el calor o frío de la estación, la densidad mineral o la pureza del agua, la profundidad de ésta, su movimiento o estancamiento, las características del cuerpo, su estado normal o anormal antes de la muerte. Resulta, pues, evidente que no podemos señalar con seguridad un período preciso tras el cual el cadáver saldrá a flote a causa de la descomposición. Bajo ciertas condiciones, este resultado puede ocurrir dentro de una hora; bajo otras, puede no producirse jamás. Existen preparados químicos por los cuales un cuerpo puede ser preservado para siempre de la corrupción; uno de ellos es el bicloruro de mercurio. Pero, aparte de la descomposición, suele producirse en el estómago una cantidad de gas derivada de la fermentación acetosa de materias vegetales, gas que también puede originarse en otras cavidades y provenir de otras causas, en cantidad suficiente para provocar una distensión que hará subir el cuerpo a la superficie. El efecto producido por el disparo de un cañón es el resultante de las simples vibraciones. Estas desprenderán el cuerpo del barro o el limo en el cual se halle depositado, permitiéndole salir a flote una vez que las causas antes citadas lo hayan preparado para ello; también puede vencer la resistencia de algunas partes putrescibles de los tejidos celulares, permitiendo que las cavidades se distiendan bajo la influencia de los gases.

Así, una vez que tenemos ante nosotros todos los datos necesarios sobre este tema, podemos emplearlos para poner fácilmente a prueba las afirmaciones de L´Etoie. «Las experiencias han demostrado —dice éste— que los cuerpos de los ahogados, o de los arrojados al agua inmediatamente después de una muerte violenta, requieren de seis a diez días para que la descomposición esté lo bastante avanzada como para devolverlos a la superficie. Incluso si se dispara un cañonazo sobre el lugar donde hay un cadáver, y éste sube a la superficie antes de una inmersión de cinco o seis días, volverá a hundirse si no se lo amarra.»

A la luz de lo que sabemos, la totalidad de este párrafo aparece como un tejido de inconsecuencias e incoherencias. La experiencia no demuestra que <<los cuerpos de ahogados>> requieran de seis a diez días para que la descomposición avance lo suficiente para devolverlos a la superficie. Tanto la ciencia como la experiencia muestran que el término de su reaparición es y debe ser necesariamente variable. Si además un cuerpo ha salido a flote por un disparo de un cañón, no <<volverá a hundirse si no se lo amarra>> hasta que la descomposición haya avanzado lo bastante para permitir el escape del gas acumulado en el interior. Quiero llamar su atención sobre el distingo que se hace entre <<cuerpos de ahogados>> y cuerpos <<arrojados al agua inmediatamente después de una muerte violenta>>. Aunque el redactor admite la distinción, los incluye empero en la misma categoría. Ya he demostrado que el cuerpo de un hombre que se ahoga se vuelve específicamente más pesado que la masa de agua que desplaza, y que no se hundiría si no fuera por los movimientos en el curso de los cuales saca los brazos fuera del agua, y su ansiedad por respirar debajo de ésta, con lo cual el espacio que ocupaba el aire en los pulmones se ve reemplazado por agua. Pero estos movimientos y estas respiraciones no ocurren en un cuerpo <<arrojado al agua inmediatamente después de una muerte violenta>>. En éste último caso, pues es regla general que el cuerpo no se hunda, detalle que L´Etoile evidentemente ignora. Cuando la descomposición alcanza un grado avanzado, cuando la carne se ha desprendido en gran parte de los huesos, entonces, pero sólo entonces, perderemos de vista el cadáver.

¿Qué nos queda del argumento por el cual el cuerpo encontrado no puede ser el de Marie Rogêt, dado que apareció flotando a tres días apenas de su desaparición? En caso de haberse ahogado, el cuerpo pudo no haberse hundido nunca, ya que se trataba de una mujer; o, en caso de hundirse, pudo reaparecer al cabo de veinticuatro horas o menos. Sin embargo, nadie supone que Marie se haya ahogado, y, habiendo sido asesinada antes de que la arrojaran al río, su cadáver pudo ser encontrado a flote en cualquier momento.

<<Pero —dice L´Etoile— si el cuerpo, maltratado como estaba, hubiera permanecido en tierra asta la noche del martes, no habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella de los asesinos. >> Aquí resulta difícil darse cuenta al principio de la intención del razonador. Trata de anticiparse a algo que supone puede constituir una objeción a su teoría: vale decir que el cuerpo fue guardado dos días en tierra, entrando en descomposición con mayor rapidez que si hubiera estado sumergido en el agua. Supone que, si ese fuera el caso, el cadáver podría haber surgido a la superficie el día miércoles, y piensa que sólo gracias a esas circunstancias podría haber reaparecido. Se apresura, por tanto, a mostrar que no fue guardado en tierra, pues, de ser así, <<no habría dejado de encontrarse en la costa alguna huella de los asesinos>>. Me imagino que usted sonríe ante este sequitur. No alcanza a ver cómo la mera permanencia del cadáver en tierra podría multiplicar las huellas de los asesinos. Tampoco lo veo yo.

<<Y, lo que es más —continúa nuestro diario—, parece altamente improbable que los miserables capaces de semejante crimen hayan arrojado el cadáver al agua sin atarle algún peso para mantenerlo sumergido, cosa que no ofrecía la menor dificultad. >> ¡Observe en esta parte la risible confusión de pensamiento! Nadie —ni siquiera L´Etoile— pone en duda el crimen cometido contra el cuerpo encontrado. Las señales de violencia son demasiado evidentes. La finalidad de nuestro razonamiento consiste solamente en mostrar que este cuerpo no es el de Marie. Quiere probar que Marie no fue asesinada, sin dudar de que el cuerpo hallado lo haya sido. Pero sus observaciones sólo prueban este último punto. He aquí un cadáver al que no han atado ningún peso. Si lo hubieran echado al agua los asesinos, éstos no habrían dejado de hacerlo. Por lo tanto, no lo echaron al agua los asesinos. Si alguna cosa se prueba, es solamente eso. La cuestión de la identidad no se toca ni remotamente, y L´Etoile se ha tomado todo este trabajo para contradecir lo que admitía un momento antes. <<Estamos completamente convencidos —manifiesta— que el cuerpo hallado es el de una mujer asesinada. >>

No es la única vez que nuestro razonador se contradice sin darse cuenta. Como ya he señalado, su evidente finalidad consiste en reducir lo más posible el intervalo entre la desaparición de Marie y el hallazgo del cadáver. Sin embargo, lo vemos insistir en el hecho de que nadie vio a la muchacha desde el momento en que abandonó la casa de su madre. <<Carecemos de testimonios —declara— desde que Marie Rogêt se hallaba aún entre los vivos después de las nueve de la mañana del domingo 22 de junio>>. Dado que es éste un argumento evidentemente parcial, hubiera sido preferible que lo dejara de lado, ya que si se supiera de alguien que hubiese reconocido a Marie, digamos el lunes o el martes, el intervalo en cuestión se habría reducido mucho y, conforme al razonamiento anterior, las probabilidades de que el cadáver hallado fuera el de la grisette habrían disminuido en mucho. Resulta divertido, pues, observar cómo L´Etoile insiste sobre este punto con pleno convencimiento de que refuerza su argumentación general.

Examine ahora nuevamente la parte del artículo que se refiere a la identificación del cadáver por Beauvais. A propósito del vello del brazo, es evidente que L´Etoile peca por falta de ingenio. Dado que monsieur Beauvais no es ningún tonto, jamás se habría apresurado a identificar el cadáver basándose tan sólo en que tenía vello en el brazo. Todo brazo tiene vello. La generalización en que incurre L´Etoile es una simple deformación de la fraseología del testigo. Este debió referirse a alguna particularidad del vello. Pudo referirse al color, a la cantidad, al largo, a la distribución.

<<Sus pies eran pequeños —sigue diciendo el diario—, pero hay miles de pies pequeños. Tampoco constituyen una prueba sus ligas y sus zapatos, ya que unos u otros se venden en lotes. Lo mismo cabe decir de las flores de su sombrero. Monsieur Beauvais insiste en que el broche de las ligas había sido cambiado de lugar para que ajustaran. Eso no significa nada, ya que muchas mujeres prefieren llevar las ligas nuevas a su casa ajustarlas allí al diámetro de su pierna, en vez de probarlas en la tienda donde compran. >> Aquí resulta difícil suponer que el razonador obra de buena fe. Si en su búsqueda del cuerpo de Marie, monsieur Beauvais encontró un cadáver en que sus medidas y apariencias generales correspondían a la joven desaparecida, cabe suponer que, sin tomar en cuenta para nada la cuestión de la vestimenta, debió imaginar que se trataba de ella. Si, además de las medidas y apariencias generales, descubrió en el brazo un vello cuyo aspecto correspondía al que había observado en vida de Marie, su opinión debió, con toda justicia, acentuarse, y el aumento de seguridad pudo muy bien estar en relación directa con la particularidad o rareza del vello del brazo. Si los pies de Marie eran pequeños, y también lo eran los del cadáver, el aumento de probabilidades de que éste correspondiera a aquélla no se daría ya en proporción meramente aritmética, sino geométrica o acumulativa. Agreguemos a esto los zapatos análogos a los que Marie llevaba puestos el día de su desaparición; aunque dichos zapatos <<se vendan en lotes>>, aumenta a tal punto la probabilidad, que casi la vuelve una certeza. Lo que en sí mismo no sería una prueba de identidad se convierte, por su posición corroborativa, en la más segura de las pruebas. Agréguese a esto las flores del sombrero, coincidentes con las que llevaba la joven desaparecida, y no pediremos nada más. Y si por una sola flor no exigiríamos otra prueba, ¿qué diremos de dos, o tres, o más? Cada una que se agrega es una prueba múltiple; no una prueba sumada a otra, sino multiplicada por cientos o miles. Descubramos ahora en el cadáver un par de ligas como las que usaba la difunta, y sería casi una locura seguir adelante. Pero, además, ocurre que estas ligas aparecen ajustadas, mediante el corrimiento de su broche, en la misma forma en que Marie había ajustado las suyas poco antes de salir de su casa. Dudar, ahora, es hipocresía o locura. Cuando L´Etoile sostiene que este acortamiento de las ligas es una práctica habitual lo único que demuestra es su pertinacia en el error. La calidad de elástica de toda liga demuestra por sí misma que la necesidad de acortarla es muy poco frecuente. Lo que está hecho para ajustar por sí mismo sólo rara vez necesitará ayuda para cumplir su cometido. Sólo por accidente, en su más estricto sentido, las ligas de Marie requirieron ser acortadas. Y ellas solas hubieran bastado para asegurar ampliamente su identidad. Pero aquí no se trata de que el cadáver tuviera las ligas de la joven desaparecida, o sus zapatos, o su gorro, o las flores de su gorro, o sus pies, o una marca peculiar en el brazo, o su medida y apariencia generales, sino que el cadáver tenía todo eso junto. Si se pudiera probar que, frente a ello, el redactor de L´Etoile experimentó verdaderamente dudas, no haría falta en su caso un mandato de lunatico inquiriendo. A nuestro hombre le ha parecido muy sagaz hacerse eco de charlas de abogados, que, por su parte, se contentan con repetir los rígidos preceptos de los tribunales. Le haré notar aquí que mucho de lo que en un tribunal se rechaza como prueba constituye la mejor de las pruebas para la inteligencia. Ocurre que el tribunal, guiándose por principios generales ya reconocidos y registrados, no gusta de apartarse de ellos en casos particulares. Y esa pertinaz adhesión a los principios, con total omisión de las excepciones en conflicto, es un medio seguro para alcanzar el máximo de verdad alcanzable, en cualquier período prolongable de tiempo. Esta práctica, en masse, es, por tanto, razonable; pero no es menos cierto que engendra cantidad de errores particulares15.

Con respeto a las insinuaciones apuntadas contra Beauvais, estará usted pronto a desecharlas de un soplo. Supongo que habrá ya advertido la verdadera naturaleza de este excelente caballero. Es un entrometido, lleno de fantasía romántica y con muy poco ingenio. En una situación verdaderamente excitante como la presente, toda persona como él se conducirá de manera de provocar sospechas por parte de los excesivamente sutiles o de los mal dispuestos. Según surge de las notas reunidas por usted, monsieur Beauvais tuvo algunas entrevistas con el director de L´Etoile, y lo disgustó el aventurar la opinión de que el cadáver, pese a la teoría de aquél, era sin lugar a dudas el de Marie. <<Persiste —dice el diario— en afirmar que el cadáver es el de Marie, pero no es capaz de señalar ningún detalle fuera de los ya comentados, que imponga creencia a los demás.>>. Sin reiterar el hecho de que mejores pruebas <<para imponer su creencia a los demás>>no podrían haber sido nunca aducidas, conviene señalar que en un caso de este tipo un hombre puede muy bien estar convencido, sin ser capaz de proporcionar la menor razón de su convencimiento a un tercero. Nada es más vago que las impresiones referentes a la identidad personal. Cada uno reconoce a su vecino, pero pocas veces se está en condiciones de dar una razón que explique ese reconocimiento. El director de L´Etoile no tiene derecho de ofenderse porque la creencia de monsieur Beauvais carezca de razones.

Las sospechosas circunstancias que lo rodean cuadran mucho más con mi hipótesis de entrometido romántico que con la sugestión de culpabilidad lanzada por el redactor. Una vez adoptada la interpretación más caritativa, no tendremos dificultad en comprender la rosa en el agujero de la cerradura, el nombre de <<Marie>> en la pizarra, el haber <<dejado de lado a los parientes masculinos de la difunta>>, la resistencia <<a que los parientes de la víctima vieran el cadáver>>, la advertencia hecha a madame B… de que no debía decir nada al gendarme hasta que él, monsieur Beauvais, estuviera de regreso, y, finalmente, su decisión aparente de que <<nadie, fuera de él, se ocuparía de las actuaciones>>. Me parece incuestionable que Beauvais cortejaba a Marie, que ella coqueteaba con él, y que nuestro hombre estaba ansioso de que lo creyeran dueño de su confianza e íntimamente vinculado a ella. No insistiré sobre este punto. Por lo demás, las pruebas refutan redondamente las afirmaciones de L´Etoile tocantes a la supuesta apatía por parte de la madre y otros parientes, apatía contradictoria con su convencimiento de que el cadáver era el de la muchacha; pasemos adelante, pues, como si la cuestión de la identidad quedara probada a nuestra entera satisfacción.

— ¿Y qué piensa usted —pregunté— de las opiniones de Le Commerciel?

—En esencia, merecen mucha mayor atención que todas las formuladas sobre el asunto. Las deducciones derivadas de las premisas son lógicas y agudas, pero, en dos casos, las premisas se basan en observaciones imperfectas. Le Commerciel insinúa que Marie fue secuestrada por alguna banda de malandrines a poca distancia de la casa de su madre. <<Es imposible —señala— que una persona tan popularmente conocida como la joven víctima hubiera podido caminar tres cuadras sin que la viera alguien. >> Esta idea nace de un hombre que reside hace mucho en París, donde está empleado, y cuyas andanzas en uno u otro sentido se limitan en su mayoría a la vecindad de las oficinas públicas. Sabe que raras veces se aleja más de doce cuadras de su oficina sin ser reconocido o saludado por alguien. Frente a la amplitud de sus relaciones personales, compara esta notoriedad con la de la joven perfumista, sin advertir mayor diferencia entre ambas, y llega a la conclusión de que, cuando Marie salía de paseo, no tardaba en ser reconocida por diversas personas, como en su caso. Pero esto podría ser cierto si Marie hubiese cumplido itinerarios regulares y metódicos, tan restringidos como los del redactor, y análogos a los suyos. Nuestro razonador va y viene a intervalos regulares dentro de una periferia limitada, llena de personas que lo conocen porque sus intereses coinciden con los suyos, puesto que se ocupan de tareas análogas. Pero cabe suponer que los paseos de Marie carecían de rumbo preciso. En este caso particular lo más probable es que haya tomado por un camino distinto de sus itinerarios acostumbrados. El paralelo que suponemos existía en la mente de Le Commerciel sólo es defendible si se trata dedos personas que atraviesan la ciudad de extremo a extremo. En este caso, si imaginamos que las relaciones personales de cada uno son equivalentes en número, también serán iguales en posibilidades de que cada uno encuentre el mismo número de personas conocidas. Por mi parte, no sólo creo posible, sino muy probable, que Marie haya andado por las diversas calles que unen su casa con la de su tía, sin encontrar a ningún conocido. Al estudiar este aspecto como corresponde, no se debe olvidar nunca la gran desproporción entre las relaciones personales (incluso las del hombre más popular de París) y la población total de la ciudad.

De todos modos, la fuerza que aparentemente pueda tener la sugestión de Le Commerciel disminuye mucho si pensamos en la hora en que Marie abandonó su casa <<Las calles estaban llenas de gente cuando salió>>, dice Le Commerciel; pero no es así. Eran las nueve de la mañana. Es verdad que durante toda la semana las calles están llenas de gente a las nueve. Pero no el domingo. Ese día, la mayoría de los vecinos están en su casa, preparándose para ir a la iglesia. Ninguna persona observadora habrá dejado de reparar en el aire particularmente desierto de la ciudad, entre las ocho y las diez del domingo. De diez a once, las calles están colmadas, pero nunca en el período antes señalado.

En otro punto me parece que Le Commerciel parte de una observación deficiente. <<Un trozo de una de las enaguas de la infortunada muchacha —dice—, de dos pies de largo por uno de ancho, le fue aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza, probablemente para ahogar sus gritos. Los individuos que hicieron esto no tenían pañuelo en el bolsillo.>> Ya veremos si esta idea está bien fundada o no; pero por <<individuos que no tenían pañuelo en el bolsillo>> el redactor entiende la peor ralea de malhechores. Ahora bien, ocurre que precisamente éstos tienen siempre un pañuelo en el bolsillo, aunque carezcan de camisa. Habrá tenido usted ocasión de observar cuán indispensable se ha vuelto en estos últimos años el pañuelo para el matón más empedernido.

— ¿Y qué cabe pensar —pregunté— del artículo de Le Soleil?

—Pues cabe pensar que es una lástima que su redactor no haya nacido loro, en cuyo caso hubiera sido el más ilustre de su raza. Se ha limitado a repetir los distintos puntos de las publicaciones ajenas, escogiéndolos con laudable esfuerzo de uno y otro diario. <<Con toda evidencia —manifiesta— los objetos hallados llevaban en el lugar tres o cuatro semanas, por lo menos… No cabe ninguna duda, pues, que se ha descubierto el lugar de tan espantoso atentado.>> Los hechos señalados aquí por Le Soleil están sin embargo muy lejos de disipar mis dudas al respecto, y vamos a examinarlos detalladamente más adelante, en relación con otro aspecto del asunto.

Ocupémonos por ahora de cosas distintas. No habrá dejado usted de reparar en la extrema negligencia del examen de cadáver. Cierto que la cuestión de la identidad quedó o debió quedar prontamente terminada, pero había otros aspectos por verificar. ¿No fue saqueado el cadáver? ¿No llevaba la difunta joyas al salir de su casa? De ser así, ¿se encontró alguna al examinar el cuerpo? He aquí cuestiones importantes, totalmente descuidadas por la investigación y quedan otras igualmente importantes que no han merecido la menor atención. Tendremos que asegurarnos mediante indagaciones particulares. El caso de St. Eustache exige ser nuevamente examinado. No abrigo sospechas sobre él, pero es preciso proceder metódicamente. Nos aseguraremos sin lugar a ninguna duda sobre la validez de los testimonios escritos que presentó acerca de sus movimientos en el curso del domingo. Los certificados de este género suelen prestarse fácilmente a la mistificación. Si no encontramos nada de anormal en ellos, desecharemos a St. Eustache de nuestra investigación. Su suicidio, que corroboraría las sospechas en caso de que los certificados fueron falsos, constituye una circunstancia perfectamente explicable en caso contrario, y que no debe alejarnos de nuestra línea normal de análisis.

En lo que me proponga ahora, dejaremos de lado los puntos interiores de la tragedia, concentrando nuestra atención en su periferia. Uno de los errores en investigaciones de este género consiste en limitar la indagación a lo inmediato, con total negligencia de los acontecimientos colaterales o circunstanciales. Los tribunales incurren en la mala práctica de reducir los testimonios y los debates a los límites de lo que consideran pertinente. Pero la experiencia ha mostrado, como lo mostrará siempre la buena lógica, que una parte muy grande, quizá la más grande de la verdad, surge de lo que se consideraba marginal y accesorio. Basándose en el espíritu de este principio, sino en su letra, la ciencia moderna se ha decidido a calcular sobre lo imprevisto. Pero quizá no me hago entender. La historia del conocimiento humano ha mostrado ininterrumpidamente que la mayoría de los descubrimientos más valiosos los debemos a acaecimientos colaterales, incidentales o accidentales; se ha hecho necesario, pues, con vistas al progreso, conceder el más amplio espacio a aquellas invenciones que nacen por casualidad y completamente al margen de las esperanzas ordinarias. Ya no es filosófico fundarse en lo que ha sido para alcanzar una visión de lo que será. El accidente se admite como una porción de la subestructura. Hacemos de la posibilidad una cuestión de cálculo absoluto. Sometemos lo inesperado y lo imaginado a las fórmulas matemáticas de as escuelas.

Repito que es un hecho verificado que la mayor porción de toda verdad surge de lo colateral; y de acuerdo con el espíritu del principio que se deriva, desviaré la indagación de la huella tan transitada como estéril del hecho mismo, para estudiar las circunstancias contemporáneas que lo rodean. Mientras usted se asegura de la validez de esos certificados, yo examinaré los periódicos en forma más general de lo que ha hecho usted hasta ahora. Por el momento, sólo hemos reconocido el campo de investigación, pero sería raro que una ojeada panorámica como la que me propongo no nos proporcionara algunos menudos datos que establezcan una dirección para nuestra tarea.

En cumplimiento de las indicaciones de Dupin, procedí a verificar escrupulosamente el asunto de los certificados. Resultó de ello una plena seguridad en su validez y la consiguiente inocencia de St. Eustache. Mi amigo se ocupaba entretanto —con una minucia que en mi opinión carecía de objeto— del escrutinio de los archivos de los diferentes diarios. Al cabo de una semana, me presentó los siguientes extractos:

<<Hace tres años y medio, la misma Marie Rogêt desapareció de la parfumerie de monsieur Le Blanc, en el Palais Royal, causando un revuelo semejante al de ahora. Una semana después, Marie reapareció en el mostrador de la tienda, tan bien como siempre, aparte de una ligera palidez que no era usual en ella. Monsieur Le Blanc y madame Rogêt dieron a entender que Marie había pasado la semana en casa de amigos, en el campo, y el asunto fue rápidamente callado. Presumimos que esta ausencia responde a un capricho de la misma especie y que, dentro de una semana, o quizá un mes, volveremos a tener a Marie entre nosotros>> (Evening Paper, domingo 23 de junio) 16.

<<Un diario de la tarde de ayer se refiere a una misteriosa desaparición anterior de mademoiselle Rogêt. Es bien sabido que, durante la semana de su ausencia de la parfumerie de Le Blanc, estuvo acompañada por un joven oficial de marina muy notorio por su libertinaje. Cabe suponer que una querella providencial la trajo nuevamente a su casa. Conocemos el nombre del libertino en cuestión, que se halla actualmente destacado en París, pero no lo hacemos público por raones comprensibles>> (Le Mercure, mañana del martes 24 de junio) 17.

<<El más repudiable de los atentados ha tenido lugar anteayer en las proximidades de esta ciudad. Al anochecer, un caballero que paseaba con su esposa y su hija, comprometió los servicios de seis hombres jóvenes que paseaban en bote cerca de las orillas del Sena, a fin de que los transportara al otro lado. Al llegar a destino los pasajeros desembarcaron, y se alejaban ya hasta perder de vista el bote cuando la hija descubrió que había olvidado su sombrilla. Al volver en su busca fue asaltada por la pandilla, llevada al centro del río, amordazada y sometida a un brutal ultraje, tras lo cual los villanos la depositaron en un punto cercano a aquel donde habían embarcado con sus padres. Los miserables se hallan prófugos, pero la policía les sigue la huella y pronto algunos de ellos serán capturados>> (Morning Paper, 25 de junio) 18.

<<Hemos recibido una o dos comunicaciones tendentes a echar la culpa del horrible crimen a Mennais19; pero, como este caballero ha sido plenamente exonerado de toda sospecha por la indagación legal, y los argumentos de nuestros distintos corresponsales parecen más entusiastas que profundos, no creemos oportuno darlos a conocer>> (Morning Paper, 28 de junio)20.

<<Hemos recibido varias enérgicas comunicaciones, que aparentemente proceden de diversas fuentes y que dan por seguro que la infortunada Marie Rogêt ha sido víctima de una de las numerosas bandas de malhechores que infestan cada domingo los alrededores de la ciudad. Nuestra opinión se inclina decididamente a favor de esta suposición. En nuestras próximas ediciones dejaremos espacio para exponer los aludidos argumentos>> (Evening Paper, martes 31 de junio) 21.

<<El lunes, uno de los lancheros del servicio de aduanas vio en el Sena un bote vacío a la deriva. La vela se hallaba en el fondo del bote. El lanchero lo remolcó y lo dejó en el amarradero del puesto. A la mañana siguiente fue retirado de allí sin permiso de ninguno de los empleados. El timón se encuentra en el depósito de lanchas>> (La Diligence, jueves 26 de junio) 22.

Leyendo los diversos pasajes, no solamente me parecieron ajenos a la cuestión, sino que no alcancé a imaginar la manera en que cualquiera de los mismos podía pesar sobre aquélla. Esperé, pues, alguna explicación de Dupin.

—Por el momento —me dijo—, no me detendré en los dos primeros pasajes. Los he copiado, sobre todo, para mostrarle la extraordinaria negligencia de la policía, que, hasta donde puedo saberlo por el prefecto, no se ha molestado en interrogar al oficial de marina mencionado en uno de ellos. Sin embargo, sería una locura afirmar que entre la primera y la segunda desaparición de Marie no cabe suponer ninguna conexión. Admitamos que la primera fuga terminó en una querella entre los enamorados y el retorno a casa de la decepcionada Marie. Podemos ahora encarar una segunda fuga o rapto (si realmente se trata de ello) como indicación de que el seductor ha reanudado sus avances y no como el resultado de la intervención de un segundo cortejante. Miramos la cosa como una reconciliación entre enamorados y no como el comienzo de una nueva aventura. Hay diez probabilidades contra una de que hombre que huyó una vez con Marie le haya propuesto una segunda escapatoria, y no que a la primera propuesta haya sucedido una segunda hecha por otro individuo. Le haré notar, además, que el lapso entre la primera fuga (sobre la cual no cabe duda) y la segunda —presumiblemente— abarca pocos meses más de duración general de los cruceros de nuestros barcos de guerra. ¿Fueron interrumpidos los bajos designios del seductor por la necesidad de embarcarse, y aprovechó la primera oportunidad a su retorno para renovar esos designios aún no completamente consumados… o, por lo menos, no completamente consumados por él? Nada sabemos de todo ello.

Dirá usted, sin embargo, que en el segundo caso no hubo realmente una fuga. De acuerdo; pero, ¿estamos en condiciones de asegurar que no existió un designio frustrado? Fuera de St. Eustache, y quizá de Beauvais, no encontramos ningún pretendiente conocido de Marie. Nada se ha dicho que aluda a alguno. ¿Quién es, pues, ese amante secreto del cual los parientes de Marie (por lo menos la mayoría) no saben nada, pero con quien la joven se reúne en la mañana del domingo, y que goza hasta tal punto de su confianza que no vacila en quedarse a su lado hasta que cae la noche en los solitarios bosques de la Barrière du Roule? ¿Quién es ese enamorado secreto, pregunto, del cual los parientes (o casi todos) no saben nada? ¿Y qué significa la extraña profecía proferida madame Rogêt la mañana de la partida de Marie: <<Temo que no volveré a verla nunca más>>?

Pero si no podemos suponer que madame Rogêt estaba al tanto de la intención de fuga, ¿no podemos, por lo menos, imaginar que la joven abrigaba esa intención? Al salir de su casa dio a entender que iba a visitar a su tía en la rue des Drômes, y pidió a St. Eustache que fuera a buscarla al anochecer. A primera vista, esto contradice abiertamente mi sugestión. Pero reflexionemos. Es bien sabido que Marie se encontró con alguien y cruzó el río en su compañía, llegando a la Barrière du Roule hacia las tres de la tarde. Al consentir en acompañar a este individuo (con cualquier propósito, conocido o no por su madre) Marie debió pensar en lo que había dicho al salir de su casa y en la sorpresa y sospecha que experimentaría su prometido, St. Eustache, cuando al acudir en su busca a la rue des Drômes se encontrara con que no había estado allí; sin contar que al volver a la pensión con esta alarmante noticia se enteraría de que su ausencia duraba desde la mañana. Repito que Marie debió pensar en todas esas cosas. Debió prever la cólera de St. Eustache y las sospechas de todos. No podía pensar en volver a casa para enfrentar esas sospechas; pero éstas dejaban de tener importancia si suponemos que Marie no tenía intenciones de volver.

Imaginemos así sus reflexiones: <<Tengo que encontrarme con cierta persona a fin de fugarme con ella o para otros propósitos que sólo yo sé. Es necesario que no se produzca ninguna interrupción; debemos contar con tiempo suficiente para eludir toda persecución. Daré a entender que pienso pasar el día en casa de mi tía, en la rue des Drômes, y diré a St. Eustache que no vaya a buscarme asta la noche; de esta manera podré ausentarme de la casa el mayor tiempo posible sin despertar sospechas ni ansiedad; todo estará perfectamente explicado y ganaré más tiempo que de cualquier otra manera. Si pido a St. Eustache que vaya a buscarme al anochecer, seguramente no se presentará antes; pero, si no se lo pido, tendré menos tiempo a mi disposición, ya que todos esperarán que vuelva más temprano, y mi ausencia no tardará en provocar ansiedad. Ahora bien, si mis intenciones fueran las de volver a casa, si sólo me interesara dar un paseo con la persona en cuestión, no me convendría pedir a St. Eustache que fuera a buscarme, ya que al llegar a la rue des Drômes se daría perfecta cuenta de que le he mentido, cosa que podría evitar saliendo de casa sin decirle nada, volviendo antes de la noche y aclarando luego que estuve de visita en casa de mi tía. Pero como mi intención es la de no volver nunca, o no volver por algunas semanas, o no volver hasta que ciertos ocultamientos se hayan efectuado, lo único que debe preocuparme es la manera de ganar tiempo. >>

Usted ha hecho notar en sus apuntes que la opinión general más difundida sobre este triste asunto es que la muchacha fue víctima de una pandilla de malandrines. Ahora bien. Y bajo ciertas condiciones, la opinión popular no debe ser despreciada. Cuando surge por sí misma, cuando se manifiesta de manera espontánea, cabe considerarla paralelamente a esa intuición que es privilegio de todo individuo de genio. En noventa y nueve casos sobre cien, me siento movido a conformarme con sus decisiones. Pero lo importante es estar seguros de que no hay en ella la más leve huella de sugestión. La voz pública tiene que ser rigurosamente auténtica, y con frecuencia es muy difícil percibir y mantener esa distinción. En este caso, me parece que la <<opinión pública>> referente a una pandilla se ha visto fomentada por el suceso colateral que se detalla en el tercero de los pasajes que le he mostrado. Todo París está excitado por el descubrimiento del cadáver de Marie, una joven tan hermosa como conocida. El cuerpo muestra señales de violencia y aparece flotando en el río. Pero entonces se da a conocer que en esos mismos días en que se supone que Marie fue asesinada, otra joven ha sido víctima de una pandilla de depravados y ha sufrido un ultraje análogo al padecido por la difunta. ¿Cabe maravillarse de que la atrocidad conocida haya podido influir sobre el juicio popular con respecto a la desconocida? Ese juicio esperaba una dirección, y el ultraje ya conocido parecía indicarla oportunamente. También Marie fue encontrada en el río, y fue allí donde tuvo lugar el otro atentado. La relación entre ambos hechos era tan palpable, que lo asombroso hubiera sido que la opinión dejara de apreciarla y utilizarla. Pero, en realidad, si de algo sirve el primer ultraje, cometido en la forma conocida, es para probar que el segundo, ocurrido casi al mismo tiempo, no fue cometido en esa forma. Hubiera sido un milagro que, mientras una banda de malhechores perpetraba en cierto lugar un atentado de la más nefanda especie, otra banda similar, en un lugar igualmente similar, en la misma ciudad, bajo idénticas circunstancias, con los mismos medios y recursos, estuviera entregada a un atentado de la misma naturaleza y en el mismo período de tiempo. Sin embargo, la opinión popular así movida pretende justamente hacernos creer en esa extraordinaria serie de coincidencias.

Antes de seguir, consederemos la supuesta escena del asesinato en el soto de la Barrière du Roule. Aunque denso, el soto se halla en la inmediata vecindad de un camino público. Había en su interior tres o cuatro grandes piedras que formaban una especie de asiento, con respaldo y escabel. Sobre la piedra superior se encontraron unas enaguas blancas; en la segunda una chalina de seda. También aparecieron una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo. El pañuelo ostentaba el nombre de <<Marie Rogêt>>. En las zarzas aparecieron jirones de ropas. La tierra estaba pisoteada, rotas las ramas y no cabía duda de que había tenido lugar una violenta lucha.

No obstante el entusiasmo con que la prensa recibió el descubrimiento de este soto y la unanimidad con que aceptó que se trataba del escenario del atentado, preciso es admitir la existencia de muy serios motivos de duda. Puedo o no creer que ése sea el escenario, pero insisto en que hay muchos motivos de duda. Si, como lo sugiere Le Commerciel, el verdadero escenario se encontraba en las vecindades de la rue Pavée St. André y los perpetradores del crimen se hallaran todavía en París, éstos debieron quedarse aterrados al ver que la atención pública se orientaba con tanta agudeza por buena senda. Cierto tipo de inteligencia no habría tardado en advertir la urgente necesidad de dar un paso que volviera a desviar la atención. Y puesto que el soto de la Barrière du Roule había ya dado motivo a sospechas, la idea de depositar allí los objetos que se encontraron era perfectamente natural. Pese a lo que dice Le Soleil, no existe verdadera prueba de que los objetos hayan estado allí mucho más de algunos días, en tanto abundan las pruebas circunstanciales de que no podrían haberse encontrado en el lugar sin despertar la atención durante los veinte días transcurridos desde el domingo fatal a la tarde en que fueron hallados por los niños. <<Los efectos —dice Le Soleil, siguiendo la opinión de sus predecesores— aparecían estropeados y enmohecidos por la acción de las lluvias; el moho los había pegado entre sí. El pasto había crecido en torno y encima de alguno de ellos. La seda de la sombrilla era muy fuerte, pero sus fibras se habían adherido unas a otras por dentro. La parte superior, de tela doble y forrada, estaba enmohecida por la acción de la intemperie y se rompió al querer abrirla. >> Con respecto al pasto <<que había crecido entorno y encima de alguno de ellos>>, no cabe duda de que el hecho sólo pudo ser registrado partiendo de las declaraciones y los recuerdos de dos niños, ya que éstos levantaron los efectos y los llevaron a su casa antes de que un tercero los viera. Ahora bien, en tiempo caluroso y húmedo (como el correspondiente al momento del crimen) el pasto crece hasta dos o tres pulgadas en un solo día. Una sombrilla tirada en un campo recén sembrado de césped quedará completamente oculta en una semana. Y, por lo que se refiere a ese moho, sobre el cual Le Soleil insiste al punto de emplear tres veces el término o sus derivados en un solo y breve comentario, ¿cómo puede ignorar sus características? ¿Habrá que explicarle que se trata de una de las muchas variedades de fungus, cuyo rasgo más común consiste en nacer y morir dentro de las veinticuatro horas? Vemos así, de una ojeada, que todo lo que con tanta soberbia se ha aducido para sostener que los objetos habían estado <<<tres o cuatro semanas por lo menos>> en el soto, resulta totalmente nulo como prueba. Por otra parte, cuesta mucho creer que esos efectos pudieron quedar en el soto durante más de una semana (digamos de un domingo a otro). Quienes saben algo sobre los aledaños de París no ignoran lo difícil que es aislarse en ellos a menos de alejarse mucho de los suburbios. Ni por un momento cabe imaginar un sitio inexplorado o muy poco frecuentado entre sus bosques o sotos. Imaginaremos a un enamorado de la naturaleza, atado por sus deberes al polvo y al calor de la metrópoli, que pretende, incluso en días de semana, saciar su sed de soledad en los lugares llenos de encanto natural que rodean la ciudad. A cada paso nuestro excursionista verá disiparse el creciente encanto ante la voz y la presencia de algún individuo peligroso o de una pandilla de pájaros de avería en plena fiesta. Buscará la soledad en lo más denso de la vegetación, pero en vano. He ahí los rincones específicos donde abunda la canalla.; he ahí los templos más profanados. Lleno de repugnancia, nuestro paseante volverá a toda prisa al sucio París, mucho menos odioso como sumidero que todos esos lugares donde la suciedad resulta tan incongruente. Pero si la vecindad de París se colmada durante la semana, ¿qué diremos del domingo? En ese día, precisamente, el matón que se ve libre del peso del trabajo o no tiene oportunidad de cometer ningún delito, busca los aledaños de la ciudad, no porque le guste la campiña, ya que la desprecia, sino porque allí puede escapar a las restricciones y convenciones sociales. No busca el aire fresco y el verdor de los árboles, sino la completa licencia del campo. Allí en la posada al borde del camino o bajo el follaje de los bosques, se entrega sin otros testigos que sus camaradas a los desatados excesos de la falsa alegría, doble producto de la libertad y del ron. Lo que afirmo puede ser verificado por cualquier observador desapasionado: habría que considerar como una especie de milagro que los artículos en cuestión hubieran permanecido ocultos durante más de una semana en cualquiera de los sotos de los alrededores inmediatos a París.

Pero hay además otros motivos para sospechar que esos efectos fueron dejados en el soto con miras a distraer la atención de la verdadera escena del atentado. En primer término, observe usted la fecha de su descubrimiento y relaciónela con la del quinto pasaje extraído por mí de los diarios. Observará que el descubrimiento siguió casi inmediatamente a las urgentes comunicaciones enviadas al diario. Aunque diversas y provenientes, al parecer, de distintas fuentes, todas ellas tendían a lo mismo, vale decir, a encaminar la atención hacia una pandilla como perpetradora del atentado en las vecindades de la Barrière du Roule. Ahora bien, lo que debe observarse es que esos objetos no fueron encontrados por los muchachos como consecuencia de dichas comunicaciones o por la atención pública que las mismas habían provocado, sino que los efectos no fueron encontrados antes por la sencilla razón de que no se hallaban en el soto, y que fueron depositados allí en la fecha o muy poco antes de la fecha de las comunicaciones al diario por los culpables autores de las comunicaciones mismas. Dicho soto es un lugar sumamente curioso. La vegetación es muy densa, y dentro de los límites cercados por ella aparecen tres extraordinarias piedras que forman un asiento con respaldo y escabel. Este soto, tan lleno de arte, se halla en la vecindad inmediata, a poquísima distancia de la morada de madame Deluc, cuyos hijos acostumbraban a explorar minuciosamente los arbustos en busca de corteza de sasafrás. ¿Sería insensato apostar —y apostar mil contra uno— que jamás transcurrió un solo día sin que alguno de los niños penetrara en aquel sombrío recinto vegetal y se encaramara en el trono natural formado por las piedras? Quien vacilara en hacer esa apuesta no ha sido nunca niño o ha olvidado el carácter infantil. Lo repito: es muy difícil comprender cómo esos efectos pudieron permanecer en el soto más de uno o dos días sin ser descubiertos. Y ello proporciona un sólido terreno para sospechar —pese a la dogmática ignorancia de Le Soleil— que fueron arrojados en ese sitio en una fecha comparativamente tardía.

Pero aún hay otras y más sólidas razones para creer esto último. Permítame señalarle lo artificioso de la distribución de los efectos. En la piedra más alta aparecían unas enaguas blancas; en la segunda, una chalina de seda; tirados alrededor, una sombrilla, guantes y un pañuelo de bolsillo con el nombre <<Marie Rogêt>>. He aquí una distribución que naturalmente haría una persona no demasiado sagaz queriendo dar la impresión de naturalidad. Pero esta disposición no es en absoluto natural. Lo más lógico hubiera sido suponer todos los efectos en el suelo y pisoteados. En los estrechos límites de esa enramada parece difícil que las enaguas y la chalina hubiesen podido quedar sobre las piedras, mientras eran sometidas a los tirones en uno y otro sentido de varias personas en lucha. Se dice que <<la tierra estaba removida, rotos los arbustos y no cabía duda de que una lucha había tenido lugar>>. Pero las enaguas y la chalina aparecen colocadas allí como en los cajones de una cómoda. <<Los jirones del vestido en las zarzas tenían unas tres pulgadas de ancho por seis de largo. Uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido y había sido remendado… Daban la impresión de pedazos arrancados. >> Aquí, inadvertidamente, Le Soleil emplea una frase extraordinariamente sospechosa. Según la descripción, en efecto los jirones <<dan la impresión de pedazos arrancados>>, pero arrancados a mano y deliberadamente. Es un accidente rarísimo que, en ropa como la que nos ocupa, un jirón <<sea arrancado>> por una espina. Dada la naturaleza de semejantes tejidos, cuando una espina o clavo se engancha en ellos los desgarra rectangularmente, dividiéndolos en dos desgarraduras longitudinales en ángulo recto, que se encuentran en un vértice constituido por el punto donde penetra la espina; en esa forma, resulta casi imposible concebir que el jirón <<sea arrancado>>. Por mi parte no lo he visto nunca, y usted tampoco. Para arrancar un pedazo de semejante tejido hará falta casi siempre la acción de dos fuerzas actuando en diferentes direcciones. Sólo si el tejido tiene dos bordes, como, por ejemplo, en el caso de un pañuelo, y se desea arrrancar una tira, bastará con una sola fuerza. Pero en esa instancia se trata de un vestido que no tiene más que un borde. Para que una espina pudiera arrancar una tira del interior, donde no hay ningún borde, hubiera hecho falta un milagro, aparte de que no bastaría con una sola espina. Aún si hubiera un borde, se requerirían dos espinas, de las cuales una actuaría en dos direcciones y la otra en una. Y conste que en este caso suponemos que el borde no está dobladillado. Si lo estuviera, no habría la menor posibilidad de arrancar una tira. Vemos, pues, los muchos y grandes obstáculos que se ofrecen a las espinas para <<arrancar>> tiras de una tela, y, sin embargo se pretende que creamos que así han sido arrancados varios jirones. ¡Yu uno de ellos correspondía al dobladillo del vestido! Otra de las tiras era parte de la falda, pero no del dobladillo. Vale decir que había sido completamente arrancado por las espinas del interior sin bordes del vestido. Bien se nos puede personar por no creer en semejantes cosas; y, sin embargo, tomadas colectivamente, ofrecen quizá menos campo a la sospecha que sola y sorprendente circunstancia de que esos artículos hubieran sido abandonados en el soto por asesinos que se habían tomado el trabajo de transportar el cadáver. Empero, usted no habrá comprendido claramente mi pensamiento si supone que mi intención es negar que el soto haya sido el escenario del atentado. La villanía pudo ocurrir en ese lugar, o con mayor probabilidad, un accidente pudo producirse en la posada de madame Deluc. Pero éste es un punto de menor importancia. No es nuestra intención descubrir el escenario del crimen, sino encontrar a sus perpetradores. Lo que he señalado, no obstante lo minucioso de mis argumentos, tiene por objeto, en primer lugar, mostrarle lo absurdo de las dogmáticas y aventuradas afirmaciones de Le Soleil, y en segundo término, y de manera especial, conducirlo por una ruta natural a un nuevo examen de una duda: la de si este asesinato ha sido o no la obra de una pandilla.

Resumiremos el asunto aludiendo brevemente a los odiosos detalles que surgen de las declaraciones del médico forense en la indagación judicial. Basta señalar que sus inferencias dadas a conocer con respecto al número de los bandidos participantes en el atentado fueron ridiculizadas como injustas y totalmente privadas de fundamento por los mejores anatomistas de París. No se trata de que ello no haya podido ser como se infiere, sino de que no había fundamento para esa inferencia. ¿Y no los había, en cambio, para la otra?

Reflexionemos ahora sobre <<las huellas de una lucha>> y preguntémonos qué es lo que tales huellas alcanzan a demostrar. ¿Una pandilla? ¿Pero no demuestran, por el contrario, la ausencia de una pandilla? ¿Qué lucha podía tener lugar, tan violenta y prolongada, como para dejar <<huellas>> en todas direcciones entre una débil e indefensa muchacha y la imaginable pandilla de malhechores? El silencioso abrazo de unos pocos brazos robustos y todo habría terminado. La víctima debía quedar reducida a una total pasividad. Recordará usted que los argumentos empleados sobre el soto como escenario de lo ocurrido se aplican, en su mayor parte, a un ultraje cometido por más de un individuo. Solamente si imaginamos a un violador podremos concebir (y sólo entonces) una lucha tan violenta y obstinada como para dejar semejantes <<huellas>>.

Ya he mencionado la sospecha que nace de que los objetos en cuestión fueran abandonados en el soto. Parece casi imposible que semejantes pruebas de culpabilidad hayan sido dejadas accidentalmente donde se las encontró. Si suponemos una suficiente presencia de ánimo para retirar el cadáver, ¿qué pensar de una prueba aún más positiva que el cuerpo mismo (cuyas facciones hubieran sido borradas prontamente por la corrupción) abandonada a la vista de cualquiera en la escena del atentado? Me refiero al pañuelo con el nombre de la muerta. Si quedó allí por accidente, no hay duda de que no se trataba de una pandilla. Sólo cabe imaginar ese accidente relacionado con una sola persona. Veamos: un individuo acaba de cometer el asesinato. Está solo con el fantasma de la muerta. Se siente aterrado por lo que yace inanimado ante él. El arrebato de su pasión ha cesado y en su pecho se abre paso el miedo de lo que acaba de cometer. Le falta esa confianza que la presencia de otros inspira. Está solo con el cadáver. Tiembla, se siente confundido. Pero es necesario ocultar el cuerpo. Lo arrastra hacia el río dejando atrás todas las otras pruebas de su culpabilidad; sería difícil, si no imposible, llevar todo a la vez, y además no habrá dificultad en regresar más tarde en busca del resto. Mas en ese trabajoso recorrido hasta el agua su temor redobla. Los sonidos de la vida acechan en su camino. Diez veces oye o cree oír los pasos de un observador. Hasta las mismas luces de la ciudad lo espantan. Con todo, después de largas y frecuentes pausas, llenas de terrible ansiedad, llega a la orilla del río y hace desaparecer su espantosa carga quizá con ayuda de un bote. Pero ahora, ¿qué tesoros tiene el mundo, qué amenazas de venganza para impulsar al solitario asesino a recorrer una vez más el trabajoso y arriesgado camino hasta el soto, donde quedan los espeluznantes recuerdos de lo sucedido? No, no volverá, sean cuales fueren las consecuencias. Aun si quisiera, no podría volver. Su único pensamiento es el escapar inmediatamente. Da la espalda para siempre a esos terribles bosques y huye como de una maldición.

¿Pasaría lo mismo con una banda? Su número les habría inspirado recíproca confianza, en el caso de que ésta falte alguna vez en el pecho de un criminal empedernido; y una pandilla sólo podemos suponerla formada por individuos de esa laya. Su número, pues, hubiera impedido el incontrolable y alocado temor que, según imagino, debió paralizar a un hombre solo. Si podemos presumir un descuido por parte de uno, dos o tres, sin duda el cuarto hubiera pensado en ello. No habrían dejado huella alguna a sus espaldas, ya que su número les permitía llevarse todo de una sola vez. No había ninguna necesidad de volver.

Considere ahora el hecho de que el vestido que llevaba el cadáver al ser encontrado, <<una tira de un pie de ancho había sido arrancada del vestido, desde el ruedo de la falda hasta la cintura; aparecía arrollada tres veces en la cintura y asegurada mediante una especie de ligadura en la espalda>>. Esto se hizo con evidente intención de obtener un asa mediante la cual transportar el cuerpo. Pero, en caso de tratarse de varios hombres, ¿habrían recurrido a eso? Para tres o cuatro de ellos, los miembros del cadáver proporcionaban no sólo suficiente asidero, sino el mejor posible. El sistema empleado corresponde a un solo individuo, y esto nos lleva al hecho de que <<entre el soto y el río se descubrió que los vallados habían sido derribados y la tierra mostraba señales de que se había arrastrado una pesada carga>>. ¿Cree usted que varios individuos se hubieran impuesto la superflua tarea de derribar un vallado para arrastrar un cuerpo que podía ser pasado por encima en un momento? ¿Cree usted que varios hombres hubieran arrastrado un cuerpo al punto de dejar evidentes huellas?

Aquí corresponde referirse a una observación de Le Commerciel, que en cierta medida ya he comentado antes. <<Un trozo de una de las enaguas de la infortunada muchacha —dice—, de dos pies de largo por uno de ancho, le fue aplicado bajo el mentón y atado detrás de la cabeza, probablemente para ahogar sus gritos. Los individuos que hicieron esto no tenían pañuelos en el bolsillo. >>

Ya he hecho notar que un verdadero pillastre no carece nunca de un pañuelo. Pero no me refiero ahora a eso. Que dicha atadura no fue empleada por falta de pañuelo y para los fines que supone Le Commerciel, lo demuestra el hallazgo del pañuelo en el lugar del hecho; y que su finalidad no era la de <<ahogar sus gritos>>, surge de que se haya empleado esa atadura en vez de algo que hubiera sido mucho más adecuado. Pero los términos de los testimonios aluden a la tira en cuestión diciendo que <<apareció alrededor del cuello, pero no apretada, aunque había sido asegurada con un nudo firmísimo<<. Estos términos son bastante vagos, pero difieren completamente de los de Le Commerciel. La tira tenía dieciocho pulgadas de ancho y, por lo tanto, aunque fuera de muselina, constituía una banda muy fuerte si se la doblaba sobre sí misma longitudinalmente. Así fue como se la encontró. Mi deducción es la siguiente: El asesino solitario, después de llevar alzado el cuerpo durante un trecho (sea desde el soto y otra parte) ayudándose con la tira arrollada a la cintura, notó que el peso resultaba excesivo para sus fuerzas. Resolvió entonces arrastra su carga, y la investigación demuestra que, en efecto, el cuerpo fue arrastrado. A tal fin, era necesario atar una especie de cuerda a una de las extremidades. El mejor lugar era el cuello, ya que la cabeza impediría que se zafara. En este punto, el asesino debió pensar en la tira que circundaba la cintura de la víctima. Hubiera querido usarla, pero se le planteaba el inconveniente de que estaba arrollada al cadáver, sujeta por una atadura, sin contar que no había sido completamente arrancada del vestido. Más fácil resultaba arrancar una nueva tira de las enaguas. Así lo hizo, ajustándola al cuello, y en esa forma arrastró a su víctima hasta la orilla del río. El hecho de que este lazo, difícil y penosamente obtenido, y sólo a medias adecuado a su finalidad, fuera sin embargo empleado por el asesino, nace del hecho de que éste estaba ya demasiado lejos para utilizar la chalina, vale decir, después que hubo abandonado el soto (si se trataba del soto) y se encontraba a mitad de camino entre éste y el río.

Dirá usted que el testimonio de madame Deluc (!) apunta especialmente a la presencia de una pandilla en la vecindad del soto, aproximadamente, en el momento del asesinato. Estoy de acuerdo. Incluso me pregunto si no había una docena de pandillas como la descrita por madame Deluc en la vecindad de la Barrière du Roule y aproximadamente en el momento de la tragedia. Pero la pandilla que se ganó la marcada enemistad —y el testimonio tardío y bastante sospechoso— de madame Deluc, es la única a la cual esta honesta y escrupulosa anciana reprocha haberle regalado con sus pasteles y haber bebido su coñac sin tomarse la molestia de pagar los gastos. Et hinc illae irae?

Pero ¿cuál es el preciso testimonio de madame Deluc? <<Se presentó una pandilla de malandrines, los cuales se condujeron escandalosamente, comieron y bebieron sin pagar, siguieron luego la ruta que habían tomado los dos jóvenes y regresaron a la posada al anochecer, volviendo a cruzar el río como si tuvieran mucha prisa.>>

Ahora bien, esta <<gran prisa>> debió probablemente parecer más grande a ojos de madame Deluc, quien reflexionaba triste y nostálgicamente sobre sus pasteles y su cerveza profanados, y por los cuales debió abrigar aún alguna esperanza de compensación. ¿Por qué, si no, se refirió a la prisa, desde el momento que ya era <<el anochecer>>? No hay ninguna razón para asombrarse de que una banda de pillos se apresure a volver a casa cuando queda por cruzar en bote un ancho río, cuando amenaza tormenta y se acerca la noche.

Digo que se acerca, pues la noche aún no había caído. Era tan sólo <<al anochecer>> cuando la prisa indecente de aquellos <<bandidos>> ofendió los modestos ojos de madame Leduc. Pero estamos enterados d que esa misma noche, tanto madame Deluc como su hijo mayor, <<oyeron los gritos de una mujer en la vecindad de la posada>>. ¿Y qué palabras emplea madame Deluc para señalar el momento de la noche en que se oyeron esos gritos? <<Poco después de oscurecer, afirma. Pero <<poco después de oscurecer>> significa que ya ha oscurecido. Vale decir, resulta perfectamente claro que la pandilla abandonó la Barrière du Roule antes de que se produjeran los gritos escuchados (?) por madame Deluc. Y aunque en las muchas transcripciones del testimonio las expresiones en cuestión son clara e invariablemente empleadas como acabo de hacerlo en mi conversación con usted, hasta ahora ninguno de los diarios parisienses, ni ninguno de los funcionarios policiales ha señalado tan gruesa discrepancia.

Sólo añadiré un argumento contra la noción de una banda, pero el mismo tiene, en mi opinión, un peso irresistible. Dada la enorme recompensa ofrecida y el pleno perdón que se concede por toda declaración probatoria, no cabe imaginar un solo instante que algún miembro de una pandilla de miserables criminales —o de cualquier pandilla— no haya traicionado hace rato a sus cómplices. En una pandilla colocada en esa situación, cada uno de sus miembros no está tan ansioso de recompensa o de impunidad, como temeroso de ser traicionado. Se apresura a delatar lo antes posible, a fin de no ser delatado a su turno. Y que el secreto no haya sido divulgado es la mejor prueba de que realmente se trata de un secreto. Los horrores de esa terrible acción sólo son conocidos por Dios y por una o dos personas.

Resumamos los magros pero evidentes frutos de nuestro análisis. Hemos llegado, ya sea a la noción de un accidente fatal en la posada de madame Deluc, o de un asesinato perpetrado en el soto de la Barrière du Roule por un amante o, en todo caso, por alguien íntima y secretamente vinculado con la difunta. Esta persona es de tez morena. Dicha tez, la ligadura en la tira que rodeaba el cuerpo, y el <<nudo de marinero>> con el cual apareció atado el cordón de la cofia, apuntan a un marino. Su camaradería con la difunta, muchacha alegre pero no depravada, lo designa como perteneciente a un grado superior al de simple marinero. Las comunicaciones al diario, correctamente escritas, son en gran medida una corroboración de lo anterior. La circunstancia de la primera fuga, conforme la menciona Le Mercure, tiende a conectar la idea de este marino con la del <<oficial de la marina>>, de quien se sabe que fue el primero en inducir a la infortunada víctima a cometer una irregularidad.

Y aquí, de la manera más justa, interviene el hecho de la continua ausencia del hombre moreno. Permítame hacerle notar de paso que la tez del mismo es morena y atezada; no es un color moreno común el que atrajo la atención tanto de Valence como de madame Deluc. Pero, ¿por qué está ausente este hombre? ¿Fue asesinado por la pandilla? Si es así, ¿cómo no hay más que huellas de la joven asesinada? Es natural suponer que los dos atentados se produjeron en el mismo lugar. ¿Y dónde se halla su cadáver? Con toda probabilidad, los asesinos hubieran hecho desaparecer a ambos en la misma forma. Pero lo que cabe suponer es que este hombre vive, y lo que le impide darse a conocer es el miedo de que lo acusen del asesinato. Esta razón es la que influye sobre él actualmente, en esta última fase de la investigación, ya que los testimonios han señalado que se le vio con Marie; pero no tenía ninguna influencia en el período inmediato al crimen. El primer impulso de un inocente hubiera sido denunciar el ultraje y ayudar a identificar a los culpables. Era lo que correspondía. El hombre había sido visto por la joven. Cruzó el río con ella en un ferryboat. Aún para un atrasado mental la denuncia de los asesinos era el único y más seguro medio de librarse personalmente de toda sospecha. No podemos imaginarlo, en la noche del domingo fatal, inocente y a la vez ignorante del atentado que acababa de cometerse. Y, sin embargo, solo cabría suponer esas circunstancias para concebir que hubiese dejado de denunciar a los asesinos en caso de hallarse con vida.

¿Qué medios tenemos para llegar a la verdad? A medida que sigamos adelante los veremos multiplicarse y ganar en claridad. Cribemos hasta el fondo la cuestión de la primera escapatoria. Documentándonos sobre la historia de <<el oficial>>, con circunstancias actuales y sus andanzas en el momento preciso del asesinato. Comparamos cuidadosamente entre sí las distintas comunicaciones enviadas al diario de la noche, cuyo objeto era inculpar a una pandilla. Hecho esto, comparamos dichas comunicaciones, tanto desde el punto de vista del estilo como de su presentación, con las enviadas al diario de la mañana, en un período anterior, y que tenían por objeto insistir con vehemencia en la culpabilidad de Mennais. Cumplido todo esto, comparemos el total de esas comunicaciones con papeles escritos de puño y letra por el susodicho oficial. Tratemos de asegurarnos, mediante repetidos interrogatorios a madame Deluc y a sus hijos, así como a Valence, el conductor del ómnibus, de más detalles sobre la apariencia personal del <<hombre de la tez morena>>. Hábilmente dirigidas, estas indagaciones no dejarán de extraer informaciones sobre estos puntos particulares (o sobre los otros), que incluso los interrogados pueden no saber que están en condiciones de proporcionar. Y sigamos entonces la huella del bote recogido por el lanchero en la mañana del lunes veintitrés de junio, bote que fue retirado, sin el timón, del depósito de lanchas, a escondidas del empleado de turno y en un momento anterior al descubrimiento del cadáver. Con la debida precaución y perseverancia daremos infaliblemente con ese bote, pues no sólo el lanchero que lo encontró puede identificarlo, sino que tenemos su timón. El gobernalle de un bote de vela no hubiera sido abandonado fácilmente, si se tratara de alguien que no tenía nada que reprocharse. Y aquí haré un paréntesis para insinuar un detalle. El hallazgo del bote a la deriva no fue anunciado en el momento. Conducido discretamente al depósito de lanchas, fue retirado con la misma discreción. Pero su propietario o usuario, ¿cómo pudo saber, en la mañana del martes y sin ayuda de ningún anuncio, dónde se hallaba el bote, salvo que supongamos que está vinculado de alguna manera con la marina, y que esa vinculación personal y permanente le permitía enterarse de menores novedades, de sus mínimas noticias locales?

<<Al hablar del asesino solitario, que arrastra a su víctima hasta la costa, he sugerido ya la posibilidad de que hubiera hecho uso de un bote. Podemos sostener ahora que Marie Rogêt fue echada al agua desde un bote, lo cual me parece lógico, ya que no cabía confiar el cadáver a las aguas poco profundas de la costa. Las peculiares marcas de la espalda y hombros de la víctima apuntan a las cuadernas del fondo de un bote. También corrobora esta idea el que el cadáver fuera encontrado sin un peso atado como lastre. De haber sido echado al agua en la costa, le hubieran agregado algún peso. Cabe suponer que la falta del mismo se debió a un descuido del asesino, que olvidó llevarlo consigo al alejarse río adentro. En el momento de lanzar el cuerpo al agua debió de advertir su olvido, pero no tenía nada a mano para remediarlo. Debió de preferir cualquier riesgo antes que regresar a aquella terrible playa. Luego, libre de su fúnebre carga, el asesino se apresuró a regresar a la ciudad. Allí, en algún muelle mal iluminado, saltó a tierra. En cuanto al bote, ¿lo amarraría allí mismo? Debió de proceder con demasiada prisa para pensar en tal cosa. Además, de amarrarlo, hubiera sentido que dejaba a sus espaldas pruebas contra sí mismo. Su reacción natural debió de ser de alejar lo más posible todo lo que guardara alguna relación con el crimen. No sólo quería huir de aquel muelle, sino que no permitiría que el bote quedara allí. Seguramente lo lanzó a la deriva. Pero sigamos adelante con nuestras suposiciones. A la mañana siguiente, el miserable se siente presa del más inexpresable horror al enterarse de que el bote ha sido recogido y llevado a un lugar que él frecuenta diariamente; un lugar donde quizá sus obligaciones lo hacen acudir de continuo. A la noche siguiente, sin atreverse a pedir el timón, se apodera del bote. Ahora bien; ¿dónde está ese bote sin gobernalle? Descubrirlo debe constituir uno de nuestros primeros propósitos. De la luz que emane de ese descubrimiento comenzará a nacer el día de nuestro triunfo. Con una rapidez que nos sorprenderá, el bote va a guiarnos hasta aquel que lo utilizó en la medianoche del domingo fatal. Una corroboración seguirá a otra y el asesino será identificado. >>

[Por razones que no especificaremos, pero que resultarán obvias a muchos lectores, nos hemos tomado la libertad de omitir la parte del manuscrito confiado a nuestras manos donde se detalla el seguimiento de la apenas perceptible pista lograda por Dupin. Solo nos parece conveniente dejar constancia, en resumen, de que los resultados previstos fueron alcanzados, y que el prefecto cumplió fielmente, aunque sin muchas ganas, los términos de su convenio con el chevalier. El artículo del señor Poe concluye con las siguientes palabras (Los Directores) 23]:

Se comprenderá que hablo de coincidencias y nada más. Lo que he dicho sobre este punto debe bastar. No hay fe en mi corazón sobre lo preternatural. Que la naturaleza y su Dios son dos, nadie capaz de pensar lo negará. Que el segundo, creando la primera, puede controlarla y modificarla a su voluntad, es asimismo incuestionable. Digo <<a su voluntad>> porque se trata de una cuestión de voluntad y no, como el extravío de la lógica supone, de poder. No se trata de que la Deidad no pueda modificar sus leyes, sino que la insultamos al suponer una posible necesidad de modificación. En sus orígenes, esas leyes fueron planeadas para abrazar todas las contingencias que podían presentar en el futuro. Con Dios, todo es ahora.

Repito, pues, que sólo hablo de estas cosas como de coincidencias. Más aún: en lo que he relatado se verá que entre el destino de la infortunada Mary Cecilia Rogers (hasta donde dicho destino es conocido) y el de una tal Marie Rogêt (hasta un momento dado de su historia) existió un paralelo de tan extraordinaria exactitud que frente a él la razón se siente confundida. He dicho que esto se verá. Pero no se suponga por un solo instante que, al continuar con la triste narración referente a Marie desde la época mencionada, y seguir hasta su desenlace el misterio que rodeó su muerte, abrigo la encubierta intención de insinuar que el paralelo continúa, o sugerir que las medidas adoptadas en París para el descubrimiento del asesino de una grisette, o cualquier medida fundada en raciocinios similares, producirían en el otro caso resultados equivalentes.

Preciso es tener en cuenta —refiriéndonos a la última parte de la suposición— que la más nimia variación en los hechos de los dos casos podría dar motivo a los más grandes errores al hacer tomar a ambas series de eventos distintas direcciones; lo mismo que, en aritmética, un error que en sí mismo es insignificante, por mera multiplicación en los distintos pasos de un proceso llega a producir un resultado enormemente alejado de la verdad. Con respecto a la primera parte de las suposiciones, no debemos olvidar que el cálculo de probabilidades al cual me referí antes prohíbe toda idea de la prolongación del paralelismo, y lo hace con una fuerza y decisión proporcionales a la medida en que dicho paralelo se ha mostrado hasta entonces exacto y acertado. Es ésta una de esas proposiciones anómalas que, reclamando en apariencia un pensar diferente del pensar matemático, sólo puede ser plenamente abarcada por una mente matemática. Nada más difícil, por ejemplo, que convencer al lector corriente de que el hecho de que el seis haya sido echado don veces por un jugador de dados, basta para apostar que no volverá a salir en la tercera tentativa. El intelecto rechaza casi siempre toda sugestión en este sentido. No se acepta que dos tiros ya efectuados, y que pertenecen por completo al pasado, puedan influir sobre un tiro que sólo existe en el futuro. Las probabilidades de echar dos seises parecen exactamente las mismas que en cualquier otro momento, vale decir que sólo están sometidas a la influencia de todos los otros tiros que pueden producirse en el juego de dados. Esta reflexión parece tan obvia que las tentativas de contradecirla son casi siempre recibidas con una sonrisa despectiva antes que con atención respetuosa. No pretendo exponer aquí, dentro de los límites de este trabajo, el craso error involucrado en esa actitud; para los que entienden de filosofía no necesita explicación. Baste decir que forma parte de una infinita serie de engaños que surgen en la senda de la razón, por culpa de su tendencia a buscar la verdad en el detalle.

NOTAS

1.- En ocasión de la publicación original de Marie Rogêt las notas que ahora se agregan al pie fueron consideradas innecesarias; pero los varios años transcurridos desde la tragedia en la cual se funda este relato obligan a incorporarlas, así como a decir en pocas palabras el propósito general del presente escrito. Una joven llamada Mary Cecilia Rogers fue asesinada en las cercanías de Nueva York y, aunque su muerte produjo intensa y duradera conmoción, el misterio que la rodeaba seguía sin resolverse cuando este relato fue escrito y publicado (noviembre de 1842). Fingiendo narrar el destino de una grisette parisiense, el autor siguió con todo detalle los hechos esenciales (parafraseando los menos importantes) del verdadero asesinato de Mary Rogers. Así, todos los argumentos de la ficción se aplican a la verdad, pues su objeto era la investigación de esa verdad.

El misterio de Marie Rogêt fue escrito lejos de la escena del asesinato y sin otros medios de investigación que los datos de los periódicos. El autor careció, por tanto, de muchos elementos que habría obtenido de hallarse en el lugar y haber podido recorrer las vecindades. De todos modos no está de más recordar que la confesión de dos personas (una de ellas la madame Deluc del relato), efectuadas en distintos momentos y muy posteriores a la publicación, confirmaron plenamente no sólo la conclusión general, sino todos los detalles hipotéticos principales por los cuales dicha conclusión había sido alcanzada.

2.- Nassau Street

3.- Anderson

4.- El Hudson

5.- Weehawken

6.- Payne

7.- Crommelin

8.- El Mercury, de Nueva York.

9.- Brother Jonhatan, de Nueva York, dirigido por H. Hastings Weld, Esq.

10.- Journal of Commerce, de Nueva york.

11.- Saturday Evening Post, de Filadelfia, dirigido por C. I. Peterson, Esq.

12.- Adam

13.- Véase Los crímenes de la calle Morgue.

14.- The Commercial Advertiser, de Nueva York, dirigido por el coronel Stone.

15.- <<Toda teoría basada en las cualidades de un objeto no podrá desarrollarse en lo concerniente a sus fines; aquel que ordena tópicos con referencia a sus causas, cesará de valorarlos con relación a sus resultados. Así, la jurisprudencia de todas las naciones muestra que, cuando la ley se convierte en una ciencia y en un sistema, cesa de ser justicia. Los errores en que incurre el derecho usual por su ciega devoción a los principios de clasificación son claramente visibles si se observa con cuánta frecuencia la legislatura se ha visto obligada a intervenir para restablecer la equidad que sus formas habían perdido. >> Landor.

16.- The Express, Nueva York.

17.- The Herald, Nueva York.

18.- Courier and Inquirer, de Nueva York.

19.- Mennais era uno de los sospechosos a quienes se arrestó en un primer momento, pero fue excarcelado por falta de pruebas.

20.- Courier and Inquirer, de Nueva York.

21.- Evening Post, de Nueva York.

22.- The Standard, de Nueva York.

23.- De la revista donde se publicó por primera vez este trabajo.

Los crímenes de la Rue Morgue

Ilustración de Eugene Michel Abot (1836-1894)

Ilustración de Eugene Michel Abot (1836-1894)

Las condiciones mentales que suelen considerarse como analíticas son, en sí mismas, poco susceptibles de análisis. Las consideramos tan sólo por sus efectos. De ellas sabemos, entre otras cosas, que son siempre, para el que las posee, cuando se poseen en grado extraordinario, una fuente de vivísimos goces. Del mismo modo que el hombre fuerte disfruta con su habilidad física, deleitándose en ciertos ejercicios que ponen sus músculos en acción, el analista goza con esa actividad intelectual que se ejerce en el hecho de desentrañar. Consigue satisfacción hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento. Se desvive por los enigmas, acertijos y jeroglíficos, y en cada una de las soluciones muestra un sentido de agudeza que parece al vulgo una penetración sobrenatural. Los resultados, obtenidos por un solo espíritu y la esencia del método, adquieren realmente la apariencia total de una intuición.

Esta facultad de resolución está, posiblemente, muy fortalecida por los estudios matemáticos, y especialmente por esa importantísima rama de ellos que, impropiamente y sólo teniendo en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada par excellence análisis. Y, no obstante, calcular no es intrínsecamente analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, lleva a cabo lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se deduce que el juego de ajedrez, en sus efectos sobre el carácter mental, no está lo suficientemente comprendido. Yo no voy ahora a escribir un tratado, sino que prologo únicamente un relato muy singular, con observaciones efectuadas a la ligera. Aprovecharé, por tanto, esta ocasión para asegurar que las facultades más importantes de la inteligencia reflexiva trabajan con mayor decisión y provecho en el sencillo juego de damas que en toda esa frivolidad primorosa del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen distintos y bizarres movimientos, con diversos y variables valores, lo que tan sólo es complicado, se toma equivocadamente —error muy común— por profundo. La atención, aquí, es poderosamente puesta en juego. Si flaquea un solo instante, se comete un descuido, cuyos resultados implican pérdida o derrota. Como quiera que los movimientos posibles no son solamente variados, sino complicados, las posibilidades de estos descuidos se multiplican; de cada diez casos, nueve triunfa el jugador más capaz de concentración y no el más perspicaz. En el juego de damas, por el contrario, donde los movimientos son únicos y de muy poca variación, las posibilidades de descuido son menores, y como la atención queda relativamente distraída, las ventajas que consigue cada una de las partes se logran por una perspicacia superior. Para ser menos abstractos supongamos, por ejemplo, un juego de damas cuyas piezas se han reducido a cuatro reinas y donde no es posible el descuido. Evidentemente, en este caso la victoria —hallándose los jugadores en igualdad de condiciones— puede decidirse en virtud de un movimiento recherche resultante de un determinado esfuerzo de la inteligencia. Privado de los recursos ordinarios, el analista consigue penetrar en el espíritu de su contrario; por tanto, se identifica con él, y a menudo descubre de una ojeada el único medio —a veces, en realidad, absurdamente sencillo— que puede inducirle a error o llevarlo a un cálculo equivocado.

Desde hace largo tiempo se conoce el whist por su influencia sobre la facultad calculadora, y hombres de gran inteligencia han encontrado en él un goce aparentemente inexplicable, mientras abandonaban el ajedrez como una frivolidad. No hay duda de que no existe ningún juego semejante que haga trabajar tanto la facultad analítica. El mejor jugador de ajedrez del mundo sólo puede ser poco más que el mejor jugador de ajedrez; pero la habilidad en el whist implica ya capacidad para el triunfo en todas las demás importantes empresas en las que la inteligencia se enfrenta con la inteligencia. Cuando digo habilidad, me refiero a esa perfección en el juego que lleva consigo una comprensión de todas las fuentes de donde se deriva una legítima ventaja. Estas fuentes no sólo son diversas, sino también multiformes. Se hallan frecuentemente en lo más recóndito del pensamiento, y son por entero inaccesibles para las inteligencias ordinarias. Observar atentamente es recordar distintamente. Y desde este punto de vista, el jugador de ajedrez capaz de intensa concentración jugará muy bien al whist, puesto que las reglas de Hoyle, basadas en el puro mecanismo del juego, son suficientes y, por lo general, comprensibles. Por esto, el poseer una buena memoria y jugar de acuerdo con «el libro» son, por lo común, puntos considerados como la suma total del jugar excelentemente. Pero en los casos que se hallan fuera de los límites de la pura regla es donde se evidencia el talento del analista. En silencio, realiza una porción de observaciones y deducciones. Posiblemente, sus compañeros harán otro tanto, y la diferencia en la extensión de la información obtenida no se basará tanto en la validez de la deducción como en la calidad de la observación. Lo importante es saber lo que debe ser observado. Nuestro jugador no se reduce únicamente al juego, y aunque éste sea el objeto de su atención, habrá de prescindir de determinadas deducciones originadas al considerar objetos extraños al juego. Examina la fisonomía de su compañero, y la compara cuidadosamente con la de cada uno de sus contrarios. Se fija en el modo de distribuir las cartas a cada mano, con frecuencia calculando triunfo por triunfo y tanto por tanto observando las miradas de los jugadores a su juego. Se da cuenta de cada una de las variaciones de los rostros a medida que avanza el juego, recogiendo gran número de ideas por las diferencias que observa en las distintas expresiones de seguridad, sorpresa, triunfo o desagrado. En la manera de recoger una baza juzga si la misma persona podrá hacer la que sigue. Reconoce la carta jugada en el ademán con que se deja sobre la mesa. Una palabra casual o involuntaria; la forma accidental con que cae o se vuelve una carta, con la ansiedad o la indiferencia que acompañan la acción de evitar que sea vista; la cuenta de las bazas y el orden de su colocación; la perplejidad, la duda, el entusiasmo o el temor, todo ello facilita a su aparentemente intuitiva percepción indicaciones del verdadero estado de cosas. Cuando se han dado las dos o tres primeras vueltas, conoce completamente los juegos de cada uno, y desde aquel momento echa sus cartas con tal absoluto dominio de propósitos como si el resto de los jugadores las tuvieran vueltas hacia él.

El poder analítico no debe confundirse con el simple ingenio, porque mientras el analista es necesariamente ingenioso, el hombre ingenioso está con frecuencia notablemente incapacitado para el análisis. La facultad constructiva o de combinación con que por lo general se manifiesta el ingenio, y a la que los frenólogos, equivocadamente, a mi parecer, asignan un órgano aparte, suponiendo que se trata de una facultad primordial, se ha visto tan a menudo en individuos cuya inteligencia bordeaba, por otra parte, la idiotez, que ha atraído la atención general de los escritores de temas morales. Entre el ingenio y la aptitud analítica hay una diferencia mucho mayor, en efecto, que entre la fantasía y la imaginación, aunque de un carácter rigurosamente análogo. En realidad, se observará fácilmente que el hombre ingenioso es siempre fantástico, mientras que el verdadero imaginativo nunca deja de ser analítico.

El relato que sigue a continuación podrá servir en cierto modo al lector para ilustrarle en una interpretación de las proposiciones que acabo de anticipar.

Encontrándome en París durante la primavera y parte del verano de 18…, conocí allí a Monsieur C. Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente, o, mejor dicho, ilustre familia, pero por una serie de adversos sucesos se había quedado reducido a tal pobreza, que sucumbió la energía de su carácter y renunció a sus ambiciones mundanas, lo mismo que a procurar el restablecimiento de su fortuna. Con el beneplácito de sus acreedores, quedó todavía en posesión de un pequeño resto de su patrimonio, y con la renta que éste le producía encontró el medio, gracias a una economía rigurosa, de subvenir a las necesidades de su vida, sin preocuparse en absoluto por lo más superfluo. En realidad, su único lujo eran los libros, y en París estos son fáciles de adquirir.

Nuestro conocimiento tuvo efecto en una oscura biblioteca de la rue Montmartre, donde nos puso en estrecha intimidad la coincidencia de buscar los dos un muy raro y al mismo tiempo notable volumen. Nos vimos con frecuencia. Yo me había interesado vivamente por la sencilla historia de su familia, que me contó detalladamente con toda la ingenuidad con que un francés se explaya en sus confidencias cuando habla de sí mismo. Por otra parte, me admiraba el número de sus lecturas, y, sobre todo, me llegaba al alma el vehemente afán y la viva frescura de su imaginación. La índole de las investigaciones que me ocupaban entonces en París me hizo comprender que la amistad de un hombre semejante era para mí un inapreciable tesoro. Con esta idea, me confié francamente a él. Por último, convinimos en que viviríamos juntos todo el tiempo que durase mi permanencia en la ciudad, y como mis asuntos económicos se desenvolvían menos embarazosamente que los suyos, me fue permitido participar en los gastos de alquiler, y amueblar, de acuerdo con el carácter algo fantástico y melancólico de nuestro común temperamento, una vieja y grotesca casa abandonada hacía ya mucho tiempo, en virtud de ciertas supersticiones que no quisimos averiguar. Lo cierto es que la casa se estremecía como si fuera a hundirse en un retirado y desolado rincón del faubourg Saint‑Germain.

Si hubiera sido conocida por la gente la rutina de nuestra vida en aquel lugar, nos hubieran tomado por locos, aunque de especie inofensiva. Nuestra reclusión era completa. No recibíamos visita alguna. En realidad, el lugar de nuestro retiro era un secreto guardado cuidadosamente para mis antiguos camaradas, y ya hacía mucho tiempo que Dupin había cesado de frecuentar o hacerse visible en París. Vivíamos sólo para nosotros.

Una rareza del carácter de mi amigo —no sé cómo calificarla de otro modo— consistía en estar enamorado de la noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas, condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares caprichos con un perfecto abandon. No siempre podía estar con nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsear su presencia. En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente los macizos postigos de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías intensamente perfumadas y que sólo daban un lívido y débil resplandor, bajo el cual entregábamos nuestras almas a sus ensueños, leíamos, escribíamos o conversábamos, hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad. Salíamos entonces cogidos del brazo a pasear por las calles, continuando la conversación del día y rondando por doquier hasta muy tarde, buscando a través de las estrafalarias luces y sombras de la populosa ciudad esas innumerables excitaciones mentales que no puede procurar la tranquila observación.

En circunstancias tales, yo no podía menos de notar y admirar en Dupin (aunque ya, por la rica imaginación de que estaba dotado, me sentía preparado a esperarlo) un talento particularmente analítico. Por otra parte, parecía deleitarse intensamente en ejercerlo (si no exactamente en desplegarlo), y no vacilaba en confesar el placer que ello le producía. Se vanagloriaba ante mí burlonamente de que muchos hombres, para él, llevaban ventanas en el pecho, y acostumbraba a apoyar tales afirmaciones usando de pruebas muy sorprendentes y directas de su íntimo conocimiento de mí. En tales momentos, sus maneras eran glaciales y abstraídas. Se quedaban sus ojos sin expresión, mientras su voz, por lo general ricamente atenorada, se elevaba hasta un timbre atiplado, que hubiera parecido petulante de no ser por la ponderada y completa claridad de su pronunciación. A menudo, viéndolo en tales disposiciones de ánimo, meditaba yo acerca de la antigua filosofía del Alma Doble, y me divertía la idea de un doble Dupin: el creador y el analítico.

Por cuanto acabo de decir, no hay que creer que estoy contando algún misterio o escribiendo una novela. Mis observaciones a propósito de este francés no son más que el resultado de una inteligencia hiperestesiada o tal vez enferma. Un ejemplo dará mejor idea de la naturaleza de sus observaciones durante la época a que aludo.

Íbamos una noche paseando por una calle larga y sucia, cercana al Palais Royal. Al parecer, cada uno de nosotros se había sumido en sus propios pensamientos, y por lo menos durante quince minutos ninguno pronunció una sola sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio con estas palabras:

—En realidad, ese muchacho es demasiado pequeño y estaría mejor en el Théâtre des Varietés.

—No cabe duda —repliqué, sin fijarme en lo que decía y sin observar en aquel momento, tan absorto había estado en mis reflexiones, el modo extraordinario con que mi interlocutor había hecho coincidir sus palabras con mis meditaciones.

Un momento después me repuse y experimenté un profundo asombro.

—Dupin —dije gravemente—, lo que ha sucedido excede mi comprensión. No vacilo en manifestar que estoy asombrado y que apenas puedo dar crédito a lo que he oído. ¿Cómo es posible que haya usted podido adivinar que estaba pensando en..?

Diciendo esto, me interrumpí para asegurarme, ya sin ninguna dada, de que él sabía realmente en quién pensaba.

— ¿En Chantilly? —preguntó—. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su escasa estatura no era la apropiada para dedicarse a la tragedia.

Esto era precisamente lo que había constituido el tema de mis reflexiones. Chantilly era un ex zapatero remendón de la rue Saint Denis que, apasionado por el teatro, había representado el papel de Jeries en la tragedia de Crebillon de este título. Pero sus esfuerzos habían provocado la burla del público.

—Dígame usted, por Dios —exclamé—, por qué método, si es que hay alguno, ha penetrado usted en mi alma en este caso.

Realmente, estaba yo mucho más asombrado de lo que hubiese querido confesar.

—Ha sido el vendedor de frutas —contestó mi amigo— quien le ha llevado a usted a la conclusión de que el remendón de suelas no tiene la suficiente estatura para representar el papel de Jerjes et id genus omne.

— ¿El vendedor de frutas? Me asombra usted. No conozco a ninguno.

—Sí; es ese hombre con quien ha tropezado usted al entrar en esta calle, hará unos quince minutos.

Recordé entonces que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba sobre la cabeza una gran banasta de manzanas, estuvo a punto de hacerme caer, sin pretenderlo, cuando pasábamos de la calle C… a la calleja en que ahora nos encontrábamos. Pero yo no podía comprender la relación de este hecho con Chantilly.

No había por qué suponer charlatanerie alguna en Dupin.

—Se lo explicaré —me dijo—. Para que pueda usted darse cuenta de todo claramente, vamos a repasar primero en sentido inverso el curso de sus meditaciones desde este instante en que le estoy hablando hasta el de su rencontre con el vendedor de frutas. En sentido inverso, los más importantes eslabones de la cadena se suceden de esta forma: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro, estereotomía de los adoquines y el vendedor de frutas.

Existen pocas personas que no se hayan entretenido, en cualquier momento de su vida, en recorrer en sentido inverso las etapas por las cuales han sido conseguidas ciertas conclusiones de su inteligencia. Frecuentemente es una ocupación llena de interés, y el que la prueba por primera vez se asombra de la aparente distancia ilimitada y de la falta de ilación que parece median desde el punto de partida hasta la meta final. Júzguese, pues, cuál no sería mi asombro cuando escuché lo que el francés acababa de decir, y no pude menos de reconocer que había dicho la verdad. Continuó después de este modo:

—Si mal no recuerdo, en el momento en que íbamos a dejar la calle C… hablábamos de caballos. Éste era el último tema que discutimos. Al entrar en esta calle, un vendedor de frutas que llevaba una gran banasta sobre la cabeza, pasó velozmente ante nosotros y lo empujó a usted contra un montón de adoquines, en un lugar donde la calzada se encuentra en reparación. Usted puso el pie sobre una de las piedras sueltas, resbaló y se torció levemente el tobillo. Aparentó usted cierto fastidio o mal humor, murmuró unas palabras, se volvió para observar el montón de adoquines y continuó luego caminando en silencio. Yo no prestaba particular atención a lo que usted hacía, pero, desde hace mucho tiempo, la observación se ha convertido para mí en una especie de necesidad.

»Caminaba usted con los ojos fijos en el suelo, mirando, con malhumorada expresión, los baches y rodadas del empedrado, por lo que deduje que continuaba usted pensando todavía en las piedras. Procedió así hasta que llegamos a la callejuela llamada Lamartine, que, a modo de prueba, ha sido pavimentada con tarugos sobrepuestos y acoplados sólidamente. Al entrar en ella, su rostro se iluminó, y me di cuenta de que se movían sus labios. Por este movimiento no me fue posible dudar que pronunciaba usted la palabra «estereotomía», término que tan afectadamente se aplica a esta especie de pavimentación. Yo estaba seguro de que no podía usted pronunciar para sí la palabra «estereotomía» sin que esto le llevara a pensar en los átomos, y, por consiguiente, en las teorías de Epicuro. Y como quiera que no hace mucho rato discutíamos este tema, le hice notar a usted de qué modo tan singular, y sin que ello haya sido muy notado, las vagas conjeturas de ese noble griego han encontrado en la reciente cosmogonía nebular su confirmación. He comprendido por esto que no podía usted resistir a la tentación de levantar sus ojos a la gran nobula de Orión, y con toda seguridad he esperado que usted lo hiciera. En efecto, usted ha mirado a lo alto, y he adquirido entonces la certeza de haber seguido correctamente el hilo de sus pensamientos. Ahora bien, en la amarga tirada sobre Chantilly, publicada ayer en el Musée, el escritor satírico, haciendo mortificantes alusiones al cambio de nombre del zapatero al calzarse el coturno, citaba un verso latino del que hemos hablado nosotros con frecuencia. Me refiero a éste:

Perdidit antiquum litera prima sonum[1].

»Yo le había dicho a usted que este verso se relacionaba con la palabra Orión, que en un principio se escribía Urión. Además, por determinadas discusiones un tanto apasionadas que tuvimos acerca de mi interpretación, tuve la seguridad de que usted no la habría olvidado. Por tanto, era evidente que asociaría usted las dos ideas: Orión y Chantilly, y esto lo he comprendido por la forma de la sonrisa que he visto en sus labios. Ha pensado usted, pues, en aquella inmolación del pobre zapatero. Hasta ese momento, usted había caminado con el cuerpo encorvado, pero a partir de entonces se irguió usted, recobrando toda su estatura. Este movimiento me ha confirmado que pensaba usted en la diminuta figura de Chantilly, y ha sido entonces cuando he interrumpido sus meditaciones para observar que, por tratarse de un hombre de baja estatura, estaría mejor Chantilly en el Théâtre des Varietés.

Poco después de esta conversación hojeábamos una edición de la tarde de la Gazette des Tribunaux cuando llamaron nuestra atención los siguientes titulares:

«EXTRAORDINARIOS CRÍMENES»

Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del quartier Saint‑Roch fueron despertados por una serie de espantosos gritos que parecían proceder del cuarto piso de una casa de la rue Morgue, ocupada, según se dice, por una tal Madame L’Espanaye y su hija Mademoiselle Camille L’Espanaye. Después de algún tiempo empleado en infructuosos esfuerzos para poder penetrar buenamente en la casa, se forzó la puerta de entrada con una palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos acompañados de dos gendarmes. En ese momento cesaron los gritos; pero en cuanto aquellas personas llegaron apresuradamente al primer rellano de la escalera, se distinguieron dos o más voces ásperas que parecían disputar violentamente y proceder de la parte alta de la casa. Cuando la gente llegó al segundo rellano, cesaron también aquellos rumores y todo permaneció en absoluto silencio. Los vecinos recorrieron todas las habitaciones precipitadamente. Al llegar, por último, a una gran sala situada en la parte posterior del cuarto piso, cuya puerta hubo de ser forzada, por estar cerrada interiormente con llave, se ofreció a los circunstantes un espectáculo que sobrecogió su ánimo, no sólo de horror, sino de asombro.

»Se hallaba la habitación en violento desorden, rotos los muebles y diseminados en todas direcciones. No quedaba más lecho que la armadura de una cama, cuyas partes habían sido arrancadas y tiradas por el suelo. Sobre una silla se encontró una navaja barbera manchada de sangre. Había en la chimenea dos o tres largos y abundantes mechones de pelo cano, empapados en sangre y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se encontraron cuatro napoleones, un zarcillo adornado con un topacio, tres grandes cucharas de plata, tres cucharillas de metal d,Alger y dos sacos conteniendo, aproximadamente, cuatro mil francos en oro. En un rincón se hallaron los cajones de una cómoda abiertos, y, al parecer, saqueados, aunque quedaban en ellos algunas cosas. Se encontró también un cofrecillo de hierro bajo la cama, no bajo su armadura. Se hallaba abierto, y la cerradura contenía aún la llave. En el cofre no se encontraron más que unas cuantas cartas viejas y otros papeles sin importancia.

»No se encontró rastro alguno de Madame L’Espanaye; pero como quiera que se notase una anormal cantidad de hollín en el hogar, se efectuó un reconocimiento de la chimenea, y —horroriza decirlo— se extrajo de ella el cuerpo de su hija, que estaba colocado cabeza abajo y que había sido introducido por la estrecha abertura hasta una altura considerable. El cuerpo estaba todavía caliente. Al examinarlo se comprobaron en él numerosas escoriaciones ocasionadas sin duda por la violencia con que el cuerpo había sido metido allí y por el esfuerzo que hubo de emplearse para sacarlo. En su rostro se veían profundos arañazos, y en la garganta, cárdenas magulladuras y hondas huellas producidas por las uñas, como si la muerte se hubiera verificado por estrangulación.

»Después de un minucioso examen efectuado en todas las habitaciones, sin que se lograra ningún nuevo descubrimiento, los presentes se dirigieron a un pequeño patio pavimentado, situado en la parte posterior del edificio, donde hallaron el cadáver de la anciana señora, con el cuello cortado de tal modo, que la cabeza se desprendió del tronco al levantar el cuerpo. Tanto éste como la cabeza estaban tan horriblemente mutilados, que apenas conservaban apariencia humana.

»Que sepamos, no se ha obtenido hasta el momento el menor indicio que permita aclarar este horrible misterio.»

El diario del día siguiente daba algunos nuevos pormenores:

«LA TRAGEDIA DE LA RUE MORGUE»

Gran número de personas han sido interrogadas con respecto a tan extraordinario y horrible affaire (la palabra affaire no tiene todavía en Francia el poco significado que se le da entre nosotros), pero nada ha podido deducirse que arroje alguna luz sobre ello. Damos a continuación todas las declaraciones más importantes que se han obtenido:

»Pauline Dubourg, lavandera, declara haber conocido desde hace tres años a las víctimas y haber lavado para ellas durante todo este tiempo. Tanto la madre como la hija parecían vivir en buena armonía y profesarse mutuamente un gran cariño. Pagaban con puntualidad. Nada se sabe acerca de su género de vida y medios de existencia. Supone que Madame L’Espanaye decía la buenaventura para ganarse el sustento. Tenía fama de poseer algún dinero escondido. Nunca encontró a otras personas en la casa cuando la llamaban para recoger la ropa, ni cuando la devolvía. Estaba absolutamente segura de que las señoras no tenían servidumbre alguna. Salvo el cuarto piso, no parecía que hubiera muebles en ninguna parte de la casa.

»Pierre Moreau, estanquero, declara que es el habitual proveedor de tabaco y de rapé de Madame L’Espanaye desde hace cuatros años. Nació en su vecindad y ha vivido siempre allí. Hacía más de seis años que la muerta y su hija vivían en la casa donde fueron encontrados sus cadáveres. Anteriormente a su estadía, el piso había sido ocupado por un joyero, que alquilaba a su vez las habitaciones interiores a distintas personas. La casa era propiedad de Madame L’Espanaye. Descontenta por los abusos de su inquilino, se había trasladado al inmueble de su propiedad, negándose a alquilar ninguna parte de él. La buena señora chocheaba a causa de la edad. El testigo había visto a su hija unas cinco o seis veces durante los seis años. Las dos llevaban una vida muy retirada, y era fama que tenían dinero. Entre los vecinos había oído decir que Madame L’Espanaye decía la buenaventura, pero él no lo creía. Nunca había visto atravesar la puerta a nadie, excepto a la señora y a su hija, una o dos voces a un recadero y ocho o diez a un médico.

»En esta misma forma declararon varios vecinos, pero de ninguno de ellos se dice que frecuentaran la casa. Tampoco se sabe que la señora y su hija tuvieran parientes vivos. Raramente estaban abiertos los postigos de los balcones de la fachada principal. Los de la parte trasera estaban siempre cerrados, a excepción de las ventanas de la gran sala posterior del cuarto piso. La casa era una finca excelente y no muy vieja.

»Isidoro Muset, gendarme, declara haber sido llamado a la casa a las tres de la madrugada, y dice que halló ante la puerta principal a unas veinte o treinta personas que procuraban entrar en el edificio. Con una bayoneta, y no con una barra de hierro, pudo, por fin, forzar la puerta. No halló grandes dificultades en abrirla, porque era de dos hojas y carecía de cerrojo y pasador en su parte alta. Hasta que la puerta fue forzada, continuaron los gritos, pero luego cesaron repentinamente. Daban la sensación de ser alaridos de una o varias personas víctimas de una gran angustia. Eran fuertes y prolongados, y no gritos breves y rápidos. El testigo subió rápidamente los escalones. Al llegar al primer rellano, oyó dos voces que disputaban acremente. Una de éstas era áspera, y la otra, aguda, una voz muy extraña. De la primera pudo distinguir algunas palabras, y le pareció francés el que las había pronunciado. Pero, evidentemente, no era voz de mujer. Distinguió claramente las palabras «sacre» y «diable». La aguda voz pertenecía a un extranjero, pero el declarante no puede asegurar si se trataba de hombre o mujer. No pudo distinguir lo que decían, pero supone que hablasen español. El testigo descubrió el estado de la casa y de los cadáveres como fue descrito ayer por nosotros.

»Henri Duval, vecino, y de oficio platero, declara que él formaba parte del grupo que entró primeramente en la casa. En términos generales, corrobora la declaración de Muset. En cuanto se abrieron paso, forzando la puerta, la cerraron de nuevo, con objeto de contener a la muchedumbre que se había reunido a pesar de la hora. Este opina que la voz aguda sea la de un italiano, y está seguro de que no era la de un francés. No conoce el italiano. No pudo distinguir las palabras, pero, por la entonación del que hablaba, está convencido de que era un italiano. Conocía a Madame L’Espanaye y a su hija. Con las dos había conversado con frecuencia. Estaba seguro de que la voz no correspondía a ninguna de las dos mujeres.

»Odenheimer, restaurateur. Voluntariamente, el testigo se ofreció a declarar. Como no hablaba francés, fue interrogado haciéndose uso de un intérprete. Es natural de Ámsterdam. Pasaba por delante de la casa en el momento en que se oyeron los gritos. Se detuvo durante unos minutos, diez, probablemente. Eran fuertes y prolongados, y producían horror y angustia. Fue uno de los que entraron en la casa. Corrobora las declaraciones anteriores en todos sus detalles, excepto uno: está seguro de que la voz aguda era la de un hombre, la de un francés. No pudo distinguir claramente las palabras que había pronunciado. Estaban dichas en alta voz y rápidamente, con cierta desigualdad, pronunciadas, según suponía, con miedo y con ira al mismo tiempo. La voz era áspera. Realmente, no puede asegurarse que fuese una voz aguda. La voz grave dijo varias veces: «Sacré», «diable», y una sola «Man Dieu».

»Jules Mignaud, banquero, de la casa «Mignaud et Fils», de la rue Deloraie. Es el mayor de los Mignaud. Madame L’Espanaye tenía algunos intereses. Había abierto una cuenta corriente en su casa de banca en la primavera del año… (ocho años antes). Con frecuencia había ingresado pequeñas cantidades. No retiró ninguna hasta tres días antes de su muerte. La retiró personalmente, y la suma ascendía a cuatro mil francos. La cantidad fue pagada en oro, y se encargó a un dependiente que la llevara a su casa.

»Adolphe Le Bon, dependiente de la «Banca Mignaud et Fils», declara que en el día de autos, al mediodía, acompañó a Madame L’Espanaye a su domicilio con los cuatro mil francos, distribuidos en dos pequeños talegos. Al abrirse la puerta, apareció Mademoiselle L’Espanaye Ésta cogió uno de los saquitos, y la anciana señora el otro. Entonces, él saludó y se fue. En aquellos momentos no había nadie en la calle. Era una calle apartada, muy solitaria.

»William Bird, sastre, declara que fue uno de los que entraron en la casa. Es inglés. Ha vivido dos años en París. Fue uno de los primeros que subieron por la escalera. Oyó las voces que disputaban. La gruesa era de un francés. Pudo oír algunas palabras, pero ahora no puede recordarlas todas. Oyó claramente «sacré» y «Man Dieu». Por un momento se produjo un rumor, como si varias personas peleasen. Ruido de riña y forcejeo. La voz aguda era muy fuerte, más que la grave. Está seguro de que no se trataba de la voz de ningún inglés, sino más bien la de un alemán. Podía haber sido la de una mujer. No entiende el alemán.

»Cuatro de los testigos mencionados arriba, nuevamente interrogados, declararon que la puerta de la habitación en que fue encontrado el cuerpo de Mademoiselle L’Espanaye se hallaba cerrada por dentro cuando el grupo llegó a ella. Todo se hallaba en un silencio absoluto. No se oían ni gemidos ni ruidos de ninguna especie. Al forzar la puerta, no se vio a nadie. Tanto las ventanas de la parte posterior como las de la fachada estaban cerradas y aseguradas fuertemente por dentro con sus cerrojos respectivos. Entre las dos salas se hallaba también una puerta de comunicación, que estaba cerrada, pero no con llave. La puerta que conducía de la habitación delantera al pasillo estaba cerrada por dentro con llave. Una pequeña estancia de la parte delantera del cuarto piso, a la entrada del pasillo, estaba abierta también, puesto que tenía la puerta entornada. En esta sala se hacinaban camas viejas, cofres y objetos de esta especie. No quedó una sola pulgada de la casa sin que hubiese sido registrada cuidadosamente. Se ordenó que tanto por arriba como por abajo se introdujeran deshollinadores por las chimeneas. La casa constaba de cuatro pisos, con buhardillas (mansardas). En el techo se hallaba, fuertemente asegurado, un escotillón, y parecía no haber sido abierto durante muchos años. Por lo que respecta al intervalo de tiempo transcurrido entre las voces que disputaban y el acto de forzar la puerta del piso, las afirmaciones de los testigos difieren bastante. Unos hablan de tres minutos, y otros amplían este tiempo a cinco. Costó mucho forzar la puerta.

»Alfonso García, empresario de pompas fúnebres, declara que habita en la rue Morgue, y que es español. También formaba parte del grupo que entró en la casa. No subió la escalera, porque es muy nervioso y temía los efectos que pudiera producirle la emoción. Oyó las voces que disputaban. La grave era de un francés. No pudo distinguir lo que decían, y está seguro de que la voz aguda era de un inglés. No entiende este idioma, pero se basa en la entonación.

»Alberto Montan, confitero declara haber sido uno de los primeros en subir la escalera. Oyó las voces aludidas. La grave era de francés. Pudo distinguir varias palabras. Parecía como si este individuo reconviniera a otro. En cambio, no pudo comprender nada de la voz aguda. Hablaba rápidamente y de forma entrecortada. Supone que esta voz fuera la de un ruso. Corrobora también las declaraciones generales. Es italiano. No ha hablado nunca con ningún ruso».

Interrogados de nuevo algunos testigos, certificaron que las chimeneas de todas las habitaciones del cuarto piso eran demasiado estrechas para que permitieran el paso de una persona. Cuando hablaron de «deshollinadores», se refirieron a las escobillas cilíndricas que con ese objeto usan los limpiachimeneas. Las escobillas fueron pasadas de arriba abajo por todos los tubos de la casa. En la parte posterior de ésta no hay paso alguno por donde alguien hubiese podido bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de Mademoiselle L’Espanaye estaba tan fuertemente introducido en la chimenea, que no pudo ser extraído de allí sino con la ayuda de cinco hombres.

»Paul Dumas, médico, declara que fue llamado hacia el amanecer para examinar los cadáveres. Yacían entonces los dos sobre las correas de la armadura de la cama, en la habitación donde fue encontrada Mademoiselle L’Espanaye. El cuerpo de la joven estaba muy magullado y lleno de excoriaciones. Se explican suficientemente estas circunstancias por haber sido empujado hacia arriba en la chimenea. Sobre todo, la garganta presentaba grandes excoriaciones. Tenía también profundos arañazos bajo la barbilla, al lado de una serie de lívidas manchas que eran, evidentemente, impresiones de dedos. El rostro se hallaba horriblemente descolorido, y los ojos fuera de sus órbitas. La lengua había sido mordida y seccionada parcialmente. Sobre el estómago se descubrió una gran magulladura, producida, según se supone, por la presión de una rodilla. Según Monsieur Dumas, Mademoiselle L’Espanaye había sido estrangulada por alguna persona o personas desconocidas. El cuerpo de su madre estaba horriblemente mutilado. Todos los huesos de la pierna derecha y del brazo estaban, poco o mucho, quebrantados. La tibia izquierda, igual que las costillas del mismo lado, estaban hechas astillas. Tenía todo el cuerpo con espantosas magulladuras y descolorido. Es imposible certificar cómo fueron producidas aquellas heridas. Tal vez un pesado garrote de madera, o una gran barra de hierro —alguna silla—, o una herramienta ancha, pesada y roma, podría haber producido resultados semejantes. Pero siempre que hubieran sido manejados por un hombre muy fuerte. Ninguna mujer podría haber causado aquellos golpes con clase alguna de arma. Cuando el testigo la vio, la cabeza de la muerta estaba totalmente separada del cuerpo y, además, destrozada. Evidentemente, la garganta había sido seccionada con un instrumento afiladísimo, probablemente una navaja barbera.

»Alexandre Etienne, cirujano, declara haber sido llamado al mismo tiempo que el doctor Dumas, para examinar los cuerpos. Corroboró la declaración y las opiniones de éste.

»No han podido obtenerse más pormenores importantes en otros interrogatorios. Un crimen tan extraño y tan complicado en todos sus aspectos no había sido cometido jamás en París, en el caso de que se trate realmente de un crimen. La Policía carece totalmente de rastro, circunstancia rarísima en asuntos de tal naturaleza. Puede asegurarse, pues, que no existe la menor pista.»

En la edición de la tarde, afirmaba el periódico que reinaba todavía gran excitación en el quartier Saint‑Roch; que, de nuevo, se habían investigado cuidadosamente las circunstancias del crimen, pero que no se había obtenido ningún resultado. A última hora anunciaba una noticia que Adolphe Le Bon había sido detenido y encarcelado; pero ninguna de las circunstancias ya expuestas parecía acusarle.

Dupin demostró estar particularmente interesado en el desarrollo de aquel asunto; cuando menos, así lo deducía yo por su conducta, porque no hacía ningún comentario. Tan sólo después de haber sido encarcelado Le Bon me preguntó mi parecer sobre aquellos asesinatos.

Yo no pude expresarle sino mi conformidad con todo el público parisiense, considerando aquel crimen como un misterio insoluble. No acertaba a ver el modo en que pudiera darse con el asesino.

—Por interrogatorios tan superficiales no podemos juzgar nada con respecto al modo de encontrarlo —dijo Dupin—. La Policía de París, tan elogiada por su perspicacia, es astuta, pero nada más. No hay más método en sus diligencias que el que las circunstancias sugieren. Exhiben siempre las medidas tomadas, pero con frecuencia ocurre que son tan poco apropiadas a los fines propuestos que nos hacen pensar en Monsieur Jourdain pidiendo su robede‑chambre, pour mieux entendre la musique. A veces no dejan de ser sorprendentes los resultados obtenidos. Pero, en su mayor parte, se consiguen por mera insistencia y actividad. Cuando resultan ineficaces tales procedimientos, fallan todos sus planes. Vidocq, por ejemplo, era un excelente adivinador y un hombre perseverante; pero como su inteligencia carecía de educación, se equivocaba con frecuencia por la misma intensidad de sus investigaciones. Disminuía el poder de su visión por mirar el objeto tan de cerca. Era capaz de ver, probablemente, una o dos circunstancias con una poco corriente claridad; pero al hacerlo perdía necesariamente la visión total del asunto. Esto puede decirse que es el defecto de ser demasiado profundo. La verdad no está siempre en el fondo de un pozo. En realidad, yo pienso que, en cuanto a lo que más importa conocer, es invariablemente superficial. La profundidad se encuentra en los valles donde la buscamos, pero no en las cumbres de las montañas, que es donde la vemos. Las variedades y orígenes de esta especie de error tienen un magnífico ejemplo en la contemplación de los cuerpos celestes. Dirigir a una estrella una rápida ojeada, examinarla oblicuamente, volviendo hacia ella las partes exteriores de la retina (que son más sensibles a las débiles impresiones de la luz que las anteriores), es contemplar la estrella distintamente, obtener la más exacta apreciación de su brillo, brillo que se oscurece a medida que volvemos nuestra visión de lleno hacía ella. En el último caso, caen en los ojos mayor número de rayos, pero en el primero se obtiene una receptibilidad más afinada. Con una extrema profundidad, embrollamos y debilitamos el pensamiento, y aun lo confundimos. Podemos, incluso, lograr que Venus se desvanezca del firmamento si le dirigimos una atención demasiado sostenida, demasiado concentrada o demasiado directa.

»Por lo que respecta a estos asesinatos, examinemos algunas investigaciones por nuestra cuenta, antes de formar de ellos una opinión. Una investigación como ésta nos procurará una buena diversión —a mí me pareció impropia esta última palabra, aplicada al presente caso, pero no dije nada—, y, por otra parte, Le Bon ha comenzado por prestarme un servicio y quiero demostrarle que no soy un ingrato. Iremos al lugar del suceso y lo examinaremos con nuestros propios ojos. Conozco a G…, el prefecto de Policía, y no me será difícil conseguir el permiso necesario.

Nos fue concedida la autorización, y nos dirigimos inmediatamente a la rue Morgue. Es ésta una de esas miserables callejuelas que unen la rue Richelieu y la de Saint‑Roch. Cuando llegamos a ella, eran ya las últimas horas de la tarde, porque este barrio se encuentra situado a gran distancia de aquel en que nosotros vivíamos. Pronto hallamos la casa; aún había frente a ella varias personas mirando con vana curiosidad las ventanas cerradas. Era una casa como tantas de París. Tenía una puerta principal, y en uno de sus lados había una casilla de cristales con un bastidor corredizo en la ventanilla, y parecía ser la loge de concierge[2]. Antes de entrar nos dirigimos calle arriba, y, torciendo de nuevo, pasamos a la fachada posterior del edificio. Dupin examinó durante todo este rato los alrededores, así como la casa, con una atención tan cuidadosa, que me era imposible comprender su finalidad.

Volvimos luego sobre nuestros pasos, y llegamos ante la fachada de la casa. Llamamos a la puerta, y después de mostrar nuestro permiso, los agentes de guardia nos permitieron la entrada. Subimos las escaleras, hasta llegar a la habitación donde había sido encontrado el cuerpo de Mademoiselle L’Espanaye y donde se hallaban aún los dos cadáveres. Como de costumbre, había sido respetado el desorden de la habitación. Nada vi de lo que se había publicado en la Gazette des Tribunaux. Dupin lo analizaba todo minuciosamente, sin exceptuar los cuerpos de las víctimas. Pasamos inmediatamente a otras habitaciones, y bajamos luego al patio. Un gendarme nos acompañó a todas partes, y la investigación nos ocupó hasta el anochecer, marchándonos entonces. De regreso a nuestra casa, mi compañero se detuvo unos minutos en las oficinas de un periódico.

He dicho ya que las rarezas de mi amigo eran muy diversas y que je les menageais: esta frase no tiene equivalente en inglés. Hasta el día siguiente, a mediodía, rehusó toda conversación sobre los asesinatos. Entonces me preguntó de pronto si yo había observado algo particular en el lugar del hecho.

En su manera de pronunciar la palabra «particular» había algo que me produjo un estremecimiento sin saber por qué.

—No, nada de particular —le dije—; por lo menos, nada más de lo que ya sabemos por el periódico.

—Mucho me temo —me replicó— que la Gazette no haya logrado penetrar en el insólito horror del asunto. Pero dejemos las necias opiniones de este papelucho. Yo creo que si este misterio se ha considerado como insoluble, por la misma razón debería de ser fácil de resolver, y me refiero al outre carácter de sus circunstancias. La Policía se ha confundido por la ausencia aparente de motivos que justifiquen, no el crimen, sino la atrocidad con que ha sido cometido. Asimismo, les confunde la aparente imposibilidad de conciliar las voces que disputaban con la circunstancia de no haber hallado arriba sino a Mademoiselle L’Espanaye, asesinada, y no encontrar la forma de que nadie saliera del piso sin ser visto por las personas que subían por las escaleras. El extraño desorden de la habitación; el cadáver metido con la cabeza hacia abajo en la chimenea; la mutilación espantosa del cuerpo de la anciana, todas estas consideraciones, con las ya descritas y otras no dignas de mención, han sido suficientes para paralizar sus facultades, haciendo que fracasara por completo la tan cacareada perspicacia de los agentes del Gobierno. Han caído en el grande aunque común error de confundir lo insólito con lo abstruso. Pero precisamente por estas desviaciones de lo normal es por donde ha de hallar la razón su camino en la investigación de la verdad, en el caso de que ese hallazgo sea posible. En investigaciones como la que estamos realizando ahora, no hemos de preguntarnos tanto «qué ha ocurrido» como «qué ha ocurrido que no había ocurrido jamás hasta ahora». Realmente la sencillez con que yo he de llegar o he llegado ya a la solución de ­este misterio, se halla en razón directa con su aparente falta de solución en el criterio de la Policía.

Con mudo asombro, contemplé a mi amigo.

—Estoy esperando ahora —continuó diciéndome mirando a la puerta de nuestra habitación— a un individuo que aun cuando probablemente no ha cometido esta carnicería bien puede estar, en cierta medida, complicado en ella. Es probable que resulte inocente de la parte más desagradable de los crímenes cometidos. Creo no equivocarme en esta suposición, porque en ella se funda mi esperanza de descubrir el misterio. Espero a este individuo aquí en esta habitación y de un momento a otro. Cierto es que puede no venir, pero lo probable es que venga. Si viene, hay que detenerlo. Aquí hay unas pistolas, y los dos sabemos cómo usarlas cuando las circunstancias lo requieren.

Sin saber lo que hacía, ni lo que oía, tomé las pistolas, mientras Dupin continuaba hablando como si monologara. Se dirigían sus palabras a mí pero su voz no muy alta, tenía esa entonación empleada frecuentemente al hablar con una persona que se halla un poco distante. Sus pupilas inexpresivas miraban fijamente hacia la pared.

—La experiencia ha demostrado plenamente que las voces que disputaban —dijo—, oídas por quienes subían las escaleras, no eran las de las dos mujeres. Este hecho descarta el que la anciana hubiese matado primeramente a su hija y se hubiera suicidado después. Hablo de esto únicamente por respeto al método; porque, además, la fuerza de Madame L’Espanaye no hubiera conseguido nunca arrastrar el cuerpo de su hija por la chimenea arriba tal como fue hallado. Por otra parte, la naturaleza de las heridas excluye totalmente la idea del suicidio. Por tanto, el asesinato ha sido cometido por terceras personas, y las voces de éstas son las que se oyeron disputar. Permítame que le haga notar no todo lo que se ha declarado con respecto a estas voces, sino lo que hay de particular en las declaraciones. ¿No ha observado usted nada en ellas?

Yo le dije que había observado que mientras todos los testigos coincidían en que la voz grave era de un francés, había un gran desacuerdo por lo que respecta a la voz aguda, o áspera, como uno de ellos la había calificado.

—Esto es evidencia pura —dijo—, pero no lo particular de esa evidencia. Usted no ha observado nada característico, pero, no obstante había algo que observar. Como ha notado usted los testigos estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. En ello había unanimidad. Pero lo que respecta a la voz aguda consiste su particularidad, no en el desacuerdo, sino en que, cuando un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés intentan describirla cada uno de ellos opina que era la de un extranjero. Cada uno está seguro de que no es la de un compatriota, y cada uno la compara, no a la de un hombre de una nación cualquiera cuyo lenguaje conoce, sino todo lo contrario. Supone el francés que era la voz de un español y que «hubiese podido distinguir algunas palabras de haber estado familiarizado con el español». El holandés sostiene que fue la de un francés, pero sabemos que, por «no conocer este idioma, el testigo había sido interrogado por un intérprete». Supone el inglés que la voz fue la de un alemán; pero añade que «no entiende el alemán». El español «está seguro» de que es la de un inglés, pero tan sólo «lo cree por la entonación, ya que no tiene ningún conocimiento del idioma». El italiano cree que es la voz de un ruso, pero «jamás ha tenido conversación alguna con un ruso». Otro francés difiere del primero, y está seguro de que la voz era de un italiano; pero aunque no conoce este idioma, está, como el español, «seguro de ello por su entonación». Ahora bien, ¡cuán extraña debía de ser aquella voz para que tales testimonios pudieran darse de ella, en cuyas inflexiones, ciudadanos de cinco grandes naciones europeas, no pueden reconocer nada que les sea familiar! Tal vez usted diga que puede muy bien haber sido la voz de un asiático o la de un africano; pero ni los asiáticos ni los africanos se ven frecuentemente por París. Pero, sin decir que esto sea posible, quiero ahora dirigir su atención sobre tres puntos. Uno de los testigos describe aquella voz como «más áspera que aguda»; otros dicen que es «rápida y desigual»; en este caso, no hubo palabras (ni sonidos que se parezcan a ella), que ningún testigo mencionara como inteligibles.

»Ignoro qué impresión —continuó Dupin— puedo haber causado en su entendimiento, pero no dudo en manifestar que las legítimas deducciones efectuadas con sólo esta parte de los testimonios conseguidos (la que se refiere a las voces graves y agudas), bastan por sí mismas para motivar una sospecha que bien puede dirigirnos en todo ulterior avance en la investigación de este misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero así no queda del todo explicada mi intención. Quiero únicamente manifestar que esas deducciones son las únicas apropiadas, y que mi sospecha se origina inevitablemente en ellas como una conclusión única. No diré todavía cuál es esa sospecha. Tan sólo deseo hacerle comprender a usted que para mí tiene fuerza bastante para dar definida forma (determinada tendencia) a mis investigaciones en aquella habitación.

»Mentalmente, trasladémonos a ella. ¿Qué es lo primero que hemos de buscar allí? Los medios de evasión utilizados por los asesinos. No hay necesidad de decir que ninguno de los dos creemos en este momento en acontecimientos sobrenaturales. Madame y Mademoiselle L’Espanaye no han sido, evidentemente, asesinadas por espíritus. Quienes han cometido el crimen fueron seres materiales y escaparon por procedimientos materiales. ¿De qué modo? Afortunadamente, sólo hay una forma de razonar con respecto a este punto, y éste habrá de llevarnos a una solución precisa. Examinemos, pues, uno por uno, los posibles medios de evasión. Cierto es que los asesinos se encontraban en la alcoba donde fue hallada Mademoiselle L’Espanaye, o, cuando menos, en la contigua, cuando las personas subían las escaleras. Por tanto, sólo hay que investigar las salidas de estas dos habitaciones. La Policía ha dejado al descubierto los pavimentos, los techos y la mampostería de las paredes en todas partes. A su vigilancia no hubieran podido escapar determinadas salidas secretas. Pero yo no me fiaba de sus ojos y he querido examinarlo con los míos. En efecto, no había salida secreta. Las puertas de las habitaciones que daban al pasillo estaban cerradas perfectamente por dentro. Veamos las chimeneas. Aunque de anchura normal hasta una altura de ocho o diez pies sobre los hogares, no puede, en toda su longitud, ni siquiera dar cabida a un gato corpulento. La imposibilidad de salida por los ya indicados medios es, por tanto, absoluta. Así, pues, no nos quedan más que las ventanas. Por la de la alcoba que da a la fachada principal no hubiera podido escapar nadie sin que la muchedumbre que había en la calle lo hubiese notado. Por tanto, los asesinos han de haber pasado por las de la habitación posterior. Llevados, pues, de estas deducciones y, de forma tan inequívoca, a esta conclusión, no podemos, según un minucioso razonamiento, rechazarla, teniendo en cuenta aparentes imposibilidades. Nos queda sólo por demostrar que esas aparentes «imposibilidades» en realidad no lo son.

»En la habitación hay dos ventanas. Una de ellas no se halla obstruida por los muebles, y está completamente visible. La parte inferior de la otra la oculta a la vista la cabecera de la pesada armazón del lecho, estrechamente pegada a ella. La primera de las dos ventanas está fuertemente cerrada y asegurada por dentro. Resistió a los más violentos esfuerzos de quienes intentaron levantarla. En la parte izquierda de su marco veíase un gran agujero practicado con una barrena, y un clavo muy grueso hundido en él hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se encontró otro clavo semejante, clavado de la misma forma, y un vigoroso esfuerzo para separar el marco fracasó también. La Policía se convenció entonces de que por ese camino no se había efectuado la salida, y por esta razón consideró superfluo quitar aquellos clavos y abrir las ventanas.

»Mi examen fue más minucioso, por la razón que acabo ya de decir, ya que sabía era preciso probar que todas aquellas aparentes imposibilidades no lo eran realmente.

Continué razonando así a posteriori. Los asesinos han debido de escapar por una de estas ventanas. Suponiendo esto, no es fácil que pudieran haberlas sujetado por dentro, como se las ha encontrado, consideración que, por su evidencia, paralizó las investigaciones de la Policía en este aspecto. No obstante, las ventanas estaban cerradas y aseguradas. Era, pues, preciso que pudieran cerrarse por sí mismas. No había modo de escapar a esta conclusión. Fui directamente a la ventana no obstruida, y con cierta dificultad extraje el clavo y traté de levantar el marco. Como yo suponía, resistió a todos los esfuerzos. Había, pues, evidentemente, un resorte escondido, y este hecho, corroborado por mi idea, me convenció de que mis premisas, por muy misteriosas que apareciesen las circunstancias relativas a los clavos, eran correctas. Una minuciosa investigación me hizo descubrir pronto el oculto resorte. Lo oprimí y, satisfecho con mi descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.

»Volví entonces a colocar el clavo en su sitio, después de haberlo examinado atentamente. Una persona que hubiera pasado por aquella ventana podía haberla cerrado y haber funcionado solo el resorte. Pero el clavo no podía haber sido colocado. Esta conclusión está clarisima, y restringía mucho el campo de mis investigaciones. Los asesinos debían, por tanto, de haber escapado por la otra ventana. Suponiendo que los dos resortes fueran iguales, como era posible, debía, pues, de haber una diferencia entre los clavos, o, por lo menos, en su colocación. Me subí sobre las correas de la armadura del lecho, y por encima de su cabecera examiné minuciosamente la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de la madera, descubrí y apreté el resorte, que, como yo había supuesto, era idéntico al anterior. Entonces examiné el clavo. Era del mismo grueso que el otro, y aparentemente estaba clavado de la misma forma, hundido casi hasta la cabeza.

»Tal vez diga usted que me quedé perplejo; pero si piensa semejante cosa es que no ha comprendido bien la naturaleza de mis deducciones. Sirviéndome de un término deportivo, no me he encontrado ni una vez «en falta». El rastro no se ha perdido ni un solo instante. En ningún eslabón de la cadena ha habido un defecto. Hasta su última consecuencia he seguido el secreto. Y la consecuencia era el clavo. En todos sus aspectos, he dicho, aparentaba ser análogo al de la otra ventana; pero todo esto era nada (tan decisivo como parecía) comparado con la consideración de que en aquel punto terminaba mi pista. «Debe de haber algún defecto en este clavo», me dije. Lo toqué, y su cabeza, con casi un cuarto de su espiga, se me quedó en la mano. El resto quedó en el orificio donde se había roto. La rotura era antigua, como se deducía del óxido de sus bordes, y, al parecer, había sido producido por un martillazo que hundió una parte de la cabeza del clavo en la superficie del marco. Volví entonces a colocar cuidadosamente aquella parte en el lugar de donde la había separado, y su semejanza con un clavo intacto fue completa. La rotura era inapreciable. Apreté el resorte y levanté suavemente el marco unas pulgadas. Con él subió la cabeza del clavo, quedando fija en su agujero. Cerré la ventana, y fue otra vez perfecta la apariencia del clavo entero.

»Hasta aquí estaba resuelto el enigma. El asesino había huido por la ventana situada a la cabecera del lecho. Al bajar por sí misma, luego de haber escapado por ella, o tal vez al ser cerrada deliberadamente, se había quedado sujeta por el resorte, y la sujeción de éste había engañado a la Policía, confundiéndola con la del clavo, por lo cual se había considerado innecesario proseguir la investigación.

»El problema era ahora saber cómo había bajado el asesino. Sobre este punto me sentía satisfecho de mi paseo en torno al edificio. Aproximadamente a cinco pies y medio de la ventana en cuestión, pasa la cadena de un pararrayos. Por ésta hubiera sido imposible a cualquiera llegar hasta la ventana, y ya no digamos entrar. Sin embargo, al examinar los postigos del cuarto piso, vi que eran de una especie particular, que los carpinteros parisienses llaman ferrades, especie poco usada hoy, pero hallada frecuentemente en las casas antiguas de Lyon y Burdeos. Tienen la forma de una puerta normal (sencilla y no de dobles batientes), excepto que su mitad superior está enrejada o trabajada a modo de celosía, por lo que ofrece un asidero excelente para las manos. En el caso en cuestión, estos postigos tienen una anchura de tres pies y medio[3], más o menos. Cuando los vimos desde la parte posterior de la casa, los dos estaban abiertos hasta la mitad; es decir, formaban con la pared un ángulo recto. Es probable que la Policía haya examinado, como yo, la parte posterior del edificio; pero al mirar las ferrades en el sentido de su anchura (como deben de haberlo hecho), no se han dado cuenta de la dimensión en este sentido, o cuando menos no le han dado la necesaria importancia. En realidad, una vez se convencieron de que no podía efectuarse la huida por aquel lado, no lo examinaron sino superficialmente. Sin embargo, para mí era claro que el postigo que pertenecía a la ventana situada a la cabecera de la cama, si se abría totalmente, hasta que tocara la pared, llegaría hasta unos dos pies[4] de la cadena del pararrayos. También estaba claro que con el esfuerzo de una energía y un valor insólitos podía muy bien haberse entrado por aquella ventana con ayuda de la cadena. Llegado a aquella distancia de dos pies y medio (supongamos ahora abierto el postigo), un ladrón hubiese podido encontrar en el enrejada un sólido asidero, para que luego, desde él, soltando la cadena y apoyando bien los pies contra la pared, pudiera lanzarse rápidamente, caer en la habitación y atraer hacia sí violentamente el postigo, de modo que se cerrase, y suponiendo, desde luego, que se hallara siempre la ventana abierta.

»Tenga usted en cuenta que me he referido a una energía insólita, necesaria para llevar a cabo con éxito una empresa tan arriesgada y difícil. Mi propósito es el de demostrarle, en primer lugar, que el hecho podía realizarse, y en segundo, y muy principalmente, llamar su atención sobre el carácter extraordinario, casi sobrenatural, de la agilidad necesaria para su ejecución.

»Me replicará usted, sin duda, valiéndose del lenguaje de la ley, que para «defender mi causa» debiera más bien prescindir de la energía requerida en ese caso antes que insistir en valorarla exactamente. Esto es realizable en la práctica forense, pero no en la razón. Mi objetivo final es la verdad tan sólo, y mi propósito inmediato conducir a usted a que compare esa insólita energía de que acabo de hablarle con la peculiarísima voz aguda (o áspera), y desigual, con respecto a cuya nacionalidad no se han hallado siquiera dos testigos que estuviesen de acuerdo, y en cuya pronunciación no ha sido posible descubrir una sola sílaba.

A estas palabras comenzó a formarse en mi espíritu una vaga idea de lo que pensaba Dupin. Me parecía llegar al límite de la comprensión, sin que todavía pudiera entender, lo mismo que esas personas que se encuentran algunas veces al borde de un recuerdo y no son capaces de llegar a conseguirlo. Mi amigo continuó su razonamiento.

—Habrá usted visto —dijo— que he retrotraído la cuestión del modo de salir al de entrar. Mi plan es demostrarle que ambas cosas se han efectuado de la misma manera y por el mismo sitio. Volvamos ahora al interior de la habitación. Estudiemos todos sus aspectos. Según se ha dicho, los cajones de la cómoda han sido saqueados, aunque han quedado en ellos algunas prendas de vestir. Esta conclusión es absurda. Es una simple conjetura, muy necia, por cierto, y nada más. ¿Cómo es posible saber que todos esos objetos encontrados en los cajones no eran todo lo que contenían? Madame L’Espanaye y su hija vivían una vida excesivamente retirada. No se trataban con nadie, salían rara vez y, por consiguiente, tenían pocas ocasiones para cambiar de vestido. Los objetos que se han encontrado eran de tan buena calidad, por lo menos, como cualquiera de los que posiblemente hubiesen poseído esas señoras. Si un ladrón hubiera cogido alguno, ¿por qué no los mejores, o por qué no todos? En fin, ¿hubiese abandonado cuatro mil francos en oro para cargar con un fardo de ropa blanca? El oro fue abandonado. Casi la totalidad de la suma mencionada por Monsieur Mignaud, el banquero, ha sido hallada en el suelo, en los saquitos. Insisto, por tanto, en querer descartar de su pensamiento la idea desatinada de un motivo, engendrada en el cerebro de la Policía por esa declaración que se refiere a dinero entregado a la puerta de la casa. Coincidencias diez veces más notables que ésta (entrega del dinero y asesinato, tres días más tarde, de la persona que lo recibe) se presentan constantemente en nuestra vida sin despertar siquiera nuestra atención momentánea. Por lo general las coincidencias son otros tantos motivos de error en el camino de esa clase de pensadores educados de tal modo que nada saben de la teoría de probabilidades, esa teoría a la cual las más memorables conquistas de la civilización humana deben lo más glorioso de su saber. En este caso, si el oro hubiera desaparecido, el hecho de haber sido entregado tres días antes hubiese podido parecer algo más que una coincidencia. Corroboraría la idea de un motivo. Pero, dadas las circunstancias reales del caso, si hemos de suponer que el oro ha sido el móvil del hecho, también debemos imaginar que quien lo ha cometido ha sido tan vacilante y tan idiota que ha abandonado al mismo tiempo el oro y el motivo.

»Fijados bien en nuestro pensamiento los puntos sobre los cuales he llamado su atención (la voz peculiar, la insólita agilidad y la sorprendente falta de motivo en un crimen de una atrocidad tan singular como éste), examinemos por sí misma esta carnicería. Nos encontramos con una mujer estrangulada con las manos y metida cabeza abajo en una chimenea. Normalmente, los criminales no emplean semejante procedimiento de asesinato. En el violento modo de introducir el cuerpo en la chimenea habrá usted de admitir que hay algo excesivamente exagerado, algo que está en desacuerdo con nuestras corrientes nociones respecto a los actos humanos, aun cuando supongamos que los autores de este crimen sean los seres más depravados. Por otra parte, piense usted cuán enorme debe de haber sido la fuerza que logró introducir tan violentamente el cuerpo hacia arriba en una abertura como aquélla, por cuanto los esfuerzos unidos de varias personas apenas si lograron sacarlo de ella.

»Fijemos ahora nuestra atención en otros indicios que ponen de manifiesto este vigor maravilloso. Había en el hogar unos espesos mechones de grises cabellos humanos. Habían sido arrancados de cuajo. Sabe usted la fuerza que es necesaria para arrancar de la cabeza, aun cuando no sean más que veinte o treinta cabellos a la vez. Usted habrá visto tan bien como yo aquellos mechones. Sus raíces (¡qué espantoso espectáculo!) tenían adheridos fragmentos de cuero cabelludo, segura prueba de la prodigiosa fuerza que ha sido necesaria para arrancar tal vez un millar de cabellos a la vez. La garganta de la anciana no sólo estaba cortada, sino que tenía la cabeza completamente separada del cuerpo, y el instrumento para esta operación fue una sencilla navaja barbera. Le ruego que se fije también en la brutal ferocidad de tal acto. No es necesario hablar de las magulladuras que aparecieron en el cuerpo de Madame L’Espanaye. Monsieur Dumas y su honorable colega Monsieur Etienne han declarado que habían sido producidas por un instrumento romo. En ello, estos señores están en lo cierto. El instrumento ha sido, sin duda alguna, el pavimento del patio sobre el que la víctima ha caído desde la ventana situada encima del lecho. Por muy sencilla que parezca ahora esta idea, escapó a la Policía, por la misma razón que le impidió notar la anchura de los postigos, porque, dada la circunstancia de los clavos, su percepción estaba herméticamente cerrada a la idea de que las ventanas hubieran podido ser abiertas.

»Si ahora, como añadidura a todo esto, ha reflexionado usted bien acerca del extraño desorden de la habitación, hemos llegado ya al punto de combinar las ideas de agilidad maravillosa, fuerza sobrehumana, bestial ferocidad, carnicería sin motivo, una grotesquerie en lo horrible, extraña en absoluto a la humanidad, y una voz extranjera por su acento para los oídos de hombres de distintas naciones y desprovista de todo silabeo que pudieran advertirse distinta e inteligiblemente. ¿Qué se deduce de todo ello? ¿Cuál es la impresión que ha producido en su imaginación?

Al hacerme Dupin esta pregunta, sentí un escalofrío.

—Un loco ha cometido ese crimen —dije—, algún lunático furioso que se habrá escapado de alguna Maison de Santé vecina.

—En algunos aspectos —me contestó— no es desacertada su idea. Pero hasta en sus más feroces paroxismos, las voces de los locos no se parecen nunca a esa voz peculiar oída desde la calle. Los locos pertenecen a una nación cualquiera, y su lenguaje, aunque incoherente, es siempre articulado. Por otra parte, el cabello de un loco no se parece al que yo tengo en la mano. De los dedos rígidamente crispados de Madame L’Espanaye he desenredado esté pequeño mechón. ¿Qué puede usted deducir de esto?

—Dupin —exclamé, completamente desalentado—, ¡qué cabello más raro! No es un cabello humano.

—Yo no he dicho que lo fuera —me contestó—. Pero antes de decidir con respecto a este particular, le ruego que examine este pequeño diseño que he trazado en un trozo de papel. Es un facsímil que representa lo que una parte de los testigos han declarado como cárdenas magulladuras y profundos rasguños producidos por las uñas en el cuello de Mademoiselle L’Espanaye, y que los doctores Dumas y Etienne llaman una serie de manchas lívidas evidentemente producidas por la impresión de los dedos.

Comprenderá usted —continuó mi amigo, desdoblando el papel sobre la mesa y ante nuestros ojos —que este dibujo da idea de una presión firme y poderosa. Aquí no hay deslizamiento visible. Cada dedo ha conservado, quizás hasta la muerte de la víctima, la terrible presa en la cual se ha moldeado. Pruebe usted ahora de colocar sus dedos, todos a un tiempo, en las respectivas impresiones, tal como las ve usted aquí.

Lo intenté en vano.

—Es posible —continuó— que no efectuemos esta experiencia de un modo decisivo. El papel está desplegado sobre una superficie plana, y la garganta humana es cilíndrica. Pero aquí tenemos un tronco cuya circunferencia es, poco más o menos, la de la garganta. Arrolle a su superficie este diseño y volvamos a efectuar la experiencia.

Lo hice así, pero la dificultad fue todavía más evidente que la primera vez.

—Esta —dije— no es la huella de una mano humana.

—Ahora, lea este pasaje de Cuvier —continuó Dupin.

Era una historia anatómica, minuciosa y general, del gran orangután salvaje de las islas de la India Oriental. Son harto conocidas de todo el mundo la gigantesca estatura, la fuerza y agilidad prodigiosas, la ferocidad salvaje y las facultades de imitación de estos mamíferos. Comprendí entonces, de pronto, todo el horror de aquellos asesinatos.

—La descripción de los dedos —dije, cuando hube terminado la lectura— está perfectamente de acuerdo con este dibujo. Creo que ningún animal, excepto el orangután de la especie que aquí se menciona, puede haber dejado huellas como las que ha dibujado usted. Este mechón de pelo ralo tiene el mismo carácter que el del animal descrito por Cuvier. Pero no me es posible comprender las circunstancias de este espantoso misterio. Hay que tener en cuenta, además, que se oyeron disputar dos voces, e, indiscutiblemente, una de ellas pertenecía a un francés.

—Cierto, y recordará usted una expresión atribuida casi unánimemente a esa voz por los testigos; la expresión «Mon Dieu». Y en tales circunstancias, uno de los testigos (Montani, el confitero) la identificó como expresión de protesta o reconvención. Por tanto, yo he fundado en estas voces mis esperanzas de la completa solución de este misterio. Indudablemente, un francés conoce el asesinato. Es posible, y en realidad, más que posible, probable, que él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han ocurrido. Puede habérsele escapado el orangután, y puede haber seguido su rastro hasta la habitación. Pero, dadas las agitadas circunstancias que se hubieran producido, pudo no haberle sido posible capturarle de nuevo. Todavía anda suelto el animal. No es mi propósito continuar estas conjeturas, y las califico así porque no tengo derecho a llamarlas de otro modo, ya que los atisbos de reflexión en que se fundan apenas alcanzan la suficiente base para ser apreciables incluso para mi propia inteligencia, y, además, porque no puedo hacerlas inteligibles para la comprensión de otra persona. Llamémoslas, pues, conjeturas, y considerémoslas así. Si, como yo supongo, el francés a que me refiero es inocente de tal atrocidad, este anuncio que, a nuestro regreso, dejé en las oficinas de Le Monde, un periódico consagrado a intereses marítimos y muy buscado por los marineros, nos lo traerá a casa.

Me entregó el periódico, y leí:

CAPTURA

En el Bois de Boulogne se ha encontrado a primeras horas de la mañana del día… de los corrientes (la mañana del crimen), un enorme orangután de la especie de Borneo. Su propietario (que se sabe es un marino perteneciente a la tripulación de un navío maltés) podrá recuperar el animal, previa su identificación, pagando algunos pequeños gestos ocasionados por su captura y manutención. Dirigirse al número… de la rue… faubourg Saint‑Germain… tercero.

—¿Cómo ha podido usted saber —le pregunté a Dupin— que el individuo de que se trata es marinero y está enrolado en un navío maltés?

—Yo no lo conozco —repuso Dupin—. No estoy seguro de que exista. Pero tengo aquí este pedacito de cinta que, a juzgar por su forma y su grasiento aspecto, ha sido usada, evidentemente, para anudar los cabellos en forma de esas largas guerres[5] a que tan aficionados son los marineros. Por otra parte, este lazo saben anudarlo muy pocas personas, y es característico de los malteses. Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos. No puede pertenecer a ninguna de las dos víctimas. Todo lo más, si me he equivocado en mis deducciones con respecto a este lazo, es decir, pensando que ese francés sea un marinero enrolado en un navío maltés, no habré perjudicado a nadie diciendo lo que he dicho en el anuncio. Si me he equivocado, supondrá él que algunas circunstancias me engañaron, y no se tomará el trabajo de inquirirlas. Pero, si acierto, habremos dado un paso muy importante. Aunque inocente del crimen, el francés habrá de conocerlo, y vacilará entre si debe responder o no al anuncio y reclamar o no al orangután.

Sus razonamientos serán los siguientes: «Soy inocente; soy pobre; mi orangután vale mucho dinero, una verdadera fortuna para un hombre que se encuentra en mi situación. ¿Por qué he de perderlo por un vano temor al peligro? Lo tengo aquí, a mi alcance. Lo encontraron en el Bois de Boulogne, a mucha distancia del escenario de aquel crimen. ¿Quién sospecharía que un animal ha cometido semejante acción? La Policía está despistada. No ha obtenido el menor indicio. Dado el caso de que sospecharan del animal, será imposible demostrar que yo tengo conocimiento del crimen, ni mezclarme en él por el solo hecho de conocerlo. Además, me conocen. El anunciante me señala como dueño del animal. No sé hasta qué punto llega este conocimiento. Si soslayo el reclamar una propiedad de tanto valor y que, además, se sabe que es mía, concluiré haciendo sospechoso al animal. No es prudente llamar la atención sobre mí ni sobre él. Contestaré, por tanto, a este anuncio, recobraré mi orangután y le encerraré hasta que se haya olvidado por completo este asunto.»

En este instante oímos pasos en la escalera.

—Esté preparado —me dijo Dupin—. Coja sus pistolas, pero no haga uso de ellas, ni las enseñe, hasta que yo le haga una señal.

Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa. El visitante entró sin llamar y subió algunos peldaños de la escalera. Ahora, sin embargo, parecía vacilar. Le oímos descender. Dupin se precipitó hacia la puerta, pero en aquel instante le oímos subir de nuevo. Ahora ya no retrocedía por segunda vez, sino que subió con decisión y llamó a la puerta de nuestro piso.

—Adelante—dijo Dupin con voz satisfecha y alegre.

Entró un hombre. A no dudarlo, era un marinero; un hombre alto, fuerte, musculoso, con una expresión de arrogancia no del todo desagradable. Su rostro, muy atezado, estaba oculto en más de su mitad por las patillas y el mustachio. Estaba provisto de un grueso garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó, inclinándose torpemente, pronunciando un «Buenas tardes» con acento francés, el cual, aunque, bastardeada levemente por el suizo, daba a conocer a las claras su origen parisiense.

—Siéntese, amigo —dijo Dupin—. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le aseguro que casi se lo envidio. Es un hermoso animal, y, sin duda alguna, de mucho precio. ¿Qué edad cree usted que tiene?

El marinero suspiró hondamente, como quien se libra de un peso intolerable, y contestó luego con voz firme:

—No puedo decírselo, pero no creo que tenga más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?

—¡Oh, no! Esta habitación no reúne condiciones para ello. Está en una cuadra de alquiler en la rue Dubourg, cerca de aquí. Mañana por la mañana, si usted quiere, podrá recuperarlo. Supongo que vendrá usted preparado para demostrar su propiedad.

—Sin duda alguna, señor.

—Mucho sentiré tener que separarme de él —dijo Dupin.

—No pretendo que se haya usted tomado tantas molestias para nada, señor —dijo el hombre—. Ni pensarlo. Estoy dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del animal, mientras sea razonable.

—Bien —contestó mi amigo—. Todo esto es, sin duda, muy justo. Veamos. ¿Qué voy a pedirle? ¡Ah, ya sé! Se lo diré ahora. Mi gratificación será ésta: ha de decirme usted cuanto sepa con respecto a los asesinatos de la rue Morgue.

Estas últimas palabras las dijo Dupin en voz muy baja y con una gran tranquilidad. Con análoga tranquilidad se dirigió hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego sacó la pistola, y, sin mostrar agitación alguna, la dejó sobre la mesa.

La cara del marinero enrojeció como si se hallara en un arrebato de sofocación. Se levantó y empuñó su bastón. Pero inmediatamente se dejó caer sobre la silla, con un temblor convulsivo y con el rostro de un cadáver. No dijo una sola palabra, y le compadecí de todo corazón.

—Amigo mío —dijo Dupin bondadosamente—, le aseguro que se alarma usted sin motivo alguno. No es nuestro propósito causarle el menor daño. Le doy a usted mi palabra de honor de caballero y francés, que nuestra intención no es perjudicarle. Sé perfectamente que nada tiene usted que ver con las atrocidades de la rue Morgue. Sin embargo, no puedo negar que, en cierto modo, está usted complicado. Por cuanto le digo comprenderá usted perfectamente, que, con respecto a este punto, poseo excelentes medios de información, medios en los cuales no hubiera usted pensado jamás. El caso está ya claro para nosotros. Nada ha hecho usted que haya podido evitar. Naturalmente, nada que lo haga a usted culpable. Nadie puede acusarle de haber robado, pudiendo haberlo hecho con toda impunidad, y no tiene tampoco nada que ocultar. También carece de motivos para hacerlo. Además, por todos los principios del honor, está usted obligado a confesar cuanto sepa. Se ha encarcelado a un inocente a quien se acusa de un crimen cuyo autor solamente usted puede señalar.

Cuando Dupin hubo pronunciado estas palabras, ya el marinero había recobrado un poco su presencia de ánimo. Pero toda su arrogancia había desaparecido.

—¡Que Dios me ampare! —exclamó después de una breve pausa—. Le diré cuanto sepa sobre el asunto; pero estoy seguro de que no creerá usted ni la mitad siquiera. Estaría loco si lo creyera. Sin embargo, soy inocente, y aunque me cueste la vida le hablaré con franqueza.

En resumen, fue esto lo que nos contó:

Había hecho recientemente un viaje al archipiélago Índico. Él formaba parte de un grupo que desembarcó en Borneo, y pasó al interior para una excursión de placer. Entre éI y un compañero suyo habían dado captura al orangután. Su compañero murió, y el animal quedó de su exclusiva pertenencia. Después de muchas molestias producidas por la ferocidad indomable del cautivo, durante el viaje de regreso consiguió por fin alojarlo en su misma casa, en París, donde, para no atraer sobre él la curiosidad insoportable de los vecinos, lo recluyó cuidadosamente, con objeto de que curase de una herida que se había producido en un pie con una astilla, a bordo de su buque. Su proyecto era venderlo.

Una noche, o, mejor dicho, una mañana, la del crimen, al volver de una francachela celebrada con algunos marineros, encontró al animal en su alcoba. Se había escapado del cuarto contiguo, donde él creía tenerlo seguramente encerrado. Se hallaba sentado ante un espejo, teniendo una navaja de afeitar en una mano. Estaba todo enjabonado, intentando afeitarse, operación en la que probablemente había observado a su amo a través del ojo de la cerradura. Aterrado, viendo tan peligrosa arma en manos de un animal tan feroz y sabiéndole muy capaz de hacer uso de ella, el hombre no supo qué hacer durante un segundo. Frecuentemente había conseguido dominar al animal en sus accesos más furiosos utilizando un látigo, y recurrió a él también en aquella ocasión. Pero al ver el látigo, el orangután saltó de repente fuera de la habitación, echó a correr escaleras abajo, y, viendo una ventana, desgraciadamente abierta, salió a la calle.

El francés, desesperado, corrió tras él. El mono, sin soltar la navaja, se paraba de vez en cuando, se volvía y le hacía muecas, hasta que el hombre llegaba cerca de él; entonces escapaba de nuevo. La persecución duró así un buen rato. Se hallaban las calles en completa tranquilidad, porque serían las tres de la madrugada. Al descender por un pasaje situado detrás de la rue Morgue, la atención del fugitivo fue atraída por una luz procedente de la ventana abierta de la habitación de Madame L’Espanaye, en el cuarto piso. Se precipitó hacia la casa, y al ver la cadena del pararrayos, trepó ágilmente por ella, se agarró al postigo, que estaba abierto de par en par hasta la pared, y, apoyándose en ésta, se lanzó sobre la cabecera de la cama. Apenas si toda esta gimnasia duró un minuto. El orangután, al entrar en la habitación, había rechazado contra la pared el postigo, que de nuevo quedó abierto.

El marinero estaba entonces contento y perplejo. Tenía grandes esperanzas de capturar ahora al animal, que podría escapar difícilmente de la trampa donde se había metido, de no ser que lo hiciera por la cadena, donde él podría salirle al paso cuando descendiese. Por otra parte, le inquietaba grandemente lo que pudiera ocurrir en el interior de la casa, y esta última reflexión le decidió a seguir al fugitivo. Para un marinero no es difícil trepar por una cadena de pararrayos. Pero una vez hubo llegado a la altura de la ventana, cerrada entonces, se vio en la imposibilidad de alcanzarla. Todo lo que pudo hacer fue dirigir una rápida ojeada al interior de la habitación. Lo que vio le sobrecogió de tal modo de terror que estuvo a punto de caer. Fue entonces cuando se oyeron los terribles gritos que despertaron, en el silencio de la noche, al vecindario de la rue Morgue. Madame L’Espanaye y su hija, vestidas con sus camisones, estaban, según parece, arreglando algunos papeles en el cofre de hierro ya mencionado, que había sido llevado al centro de la habitación. Estaba abierto, y esparcido su contenido por el suelo. Sin duda, las víctimas se hallaban de espaldas a la ventana, y, a juzgar por el tiempo que transcurrió entre la llegada del animal y los gritos, es probable que no se dieran cuenta inmediatamente de su presencia. El golpe del postigo debió de ser verosímilmente atribuido al viento.

Cuando el marinero miró al interior, el terrible animal había asido a Madame L’Espanaye por los cabellos, que, en aquel instante, tenía sueltos, por estarse peinando, y movía la navaja ante su rostro imitando los ademanes de un barbero. La hija yacía inmóvil en el suelo, desvanecida. Los gritos y los esfuerzos de la anciana (durante los cuales estuvo arrancando el cabello de su cabeza) tuvieron el efecto de cambiar los probables propósitos pacíficos del orangután en pura cólera. Con un decidido movimiento de su hercúleo brazo le separó casi la cabeza del tronco. A la vista de la sangre, su ira se convirtió en frenesí. Con los dientes apretados y despidiendo llamas por los ojos, se lanzó sobre el cuerpo de la hija y clavó sus terribles garras en su garganta, sin soltarla hasta que expiró. Sus extraviadas y feroces miradas se fijaron entonces en la cabecera del lecho, sobre la cual la cara de su amo, rígida por el horror, apenas si se distinguía en la oscuridad. La furia de la bestia, que recordaba todavía el terrible látigo, se convirtió instantáneamente en miedo. Comprendiendo que lo que había hecho le hacía acreedor de un castigo, pareció deseoso de ocultar su sangrienta acción. Con la angustia de su agitación y nerviosismo, comenzó a dar saltos por la alcoba, derribando y destrozando los muebles con sus movimientos y levantando los colchones del lecho. Por fin, se apoderó del cuerpo de la joven y a empujones lo introdujo por la chimenea en la posición en que fue encontrado. Inmediatamente después se lanzó sobre el de la madre y lo precipitó de cabeza por la ventana.

Al ver que el mono se acercaba a la ventana con su mutilado fardo, el marinero retrocedió horrorizado hacia la cadena, y, más que agarrándose, dejándose deslizar por ella, se fue inmediata y precipitadamente a su casa, con el temor de las consecuencias de aquella horrible carnicería, y abandonando gustosamente, tal fue su espanto, toda preocupación por lo que pudiera sucederle al orangután. Así, pues, las voces oídas por la gente que subía las escaleras fueron sus exclamaciones de horror, mezcladas con los diabólicos parloteos del animal.

Poco me queda que añadir. Antes del amanecer, el orangután debió de huir de la alcoba, utilizando la cadena del pararrayos. Maquinalmente cerraría la ventana al pasar por ella. Tiempo más tarde fue capturado por su dueño, quien lo vendió por una fuerte suma para el Jardín des plantes. Después de haber contado cuanto sabíamos, añadiendo algunos comentarios por parte de Dupin, en el bureau del Prefecto de Policía, Le Bon fue puesto inmediatamente en libertad. El funcionario, por muy inclinado que estuviera en favor de mi amigo, no podía disimular de modo alguno su mal humor, viendo el giro que el asunto había tomado y se permitió una o dos frases sarcásticas con respecto a la corrección de las personas que se mezclaban en las funciones que a él le correspondían.

—Déjele que diga lo que quiera —me dijo luego Dupin, que no creía oportuno contestar—. Déjele que hable. Así aligerará su conciencia. Por lo que a mí respecta, estoy contento de haberle vencido en su propio terreno. No obstante, el no haber acertado la solución de este misterio no es tan extraño como él supone, porque, realmente, nuestro amigo el Prefecto es lo suficientemente agudo para pensar sobre ello con profundidad. Pero su ciencia carece de base. Todo él es cabeza, mas sin cuerpo, como las pinturas de la diosa Laverna, o, por mejor decir, todo cabeza y espalda, como el bacalao. Sin embargo, es una buena persona. Le aprecio particularmente por un rasgo magistral de hipocresía, al cual debe su reputación de hombre de talento. Me refiero a su modo de nier ce qui est, et d’expliquer ce qui n’est pas[6].


[1] La antigua palabra perdió su primera letra.

[2] Portería.

[3] 3,5 pies = 1 metro aprox.

[4] 2 pies = 60 cm. (aprox.)

[5] Coletas.

[6] De negar lo que es y explicar lo que no es. Rousseau nouvelle Heloïse.

La carta robada

Portada para su publicación en la serie El club del Misterio

Portada para su publicación en la serie El club del Misterio

Al anochecer de una tarde oscura y tormentosa en el otoño de 18…, me hallaba en París, gozando de la doble voluptuosidad de la meditación y de una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Auguste Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, au troisième, No. 33, de la rue Dunot, en el faubourg St. Germain. Durante una hora por lo menos, habíamos guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habríamos parecido intencional y exclusivamente ocupados con las volutas de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que habían dado tema de conversación entre nosotros, hacía algunas horas solamente; me refiero al asunto de la rue Morgue y el misterio del asesinato de Marie Roget. Los consideraba de algún modo coincidentes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a nuestro antiguo conocido, monsieur G***, el prefecto de la policía parisina.

Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto de divertido como de despreciable, y hacía varios años que no le veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó, y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara; pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G*** dijo que había ido a consultarnos, o más bien a pedir el parecer de un amigo, acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.

—Si se trata de algo que requiere mi reflexión —observó Dupin, absteniéndose de dar fuego a la mecha—, lo examinaremos mejor en la oscuridad.

—Esa es otra de sus singulares ideas —dijo el prefecto, que tenía la costumbre de llamar «singular» a todo lo que estaba fuera de su comprensión, y vivía, por consiguiente, rodeado de una absoluta legión de «singularidades».

—Es muy cierto —respondió Dupin, alcanzando a su visitante una pipa, y haciendo rodar hacia él un confortable sillón.

—¿Y cuál es la dificultad ahora? —pregunté— Espero que no sea otro asesinato.

—¡Oh, no, nada de eso! El asunto es muy simple, en verdad, y no tengo duda que podremos manejarlo suficientemente bien nosotros solos; pero he pensado que a Dupin le gustaría conocer los detalles del hecho, porque es un caso excesivamente singular.

—Simple y singular —dijo Dupin.

—Y bien, sí; y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Sucede que hemos ido desconcertados porque el asunto es tan simple, y, sin embargo nos confunde a todos.

—Quizás es precisamente la simplicidad lo que le desconcierta a usted —dijo mi amigo.

—¡Qué desatino dice usted! —replicó el prefecto, riendo de todo corazón.

—Quizás el misterio es un poco demasiado sencillo —dijo Dupin.

—¡Oh, por el ánima de…! ¡Quién ha oído jamás una idea semejante!

—Un poco demasiado evidente.

—¡Ja, ja, ja!… ¡ja, ja, ja!… ¡jo, jo, jo!— reía nuestro visitante, profundamente divertido— ¡Oh, Dupin, usted me va a hacer reventar de risa!.

—¿Y cuál es, por fin, el asunto de que se trata? —pregunté.

—Se lo diré a usted —replicó el prefecto, profiriendo un largo, fuerte y reposado puff y acomodándose en su sillón— Se lo diré en pocas palabras; pero antes de comenzar, le advertiré que este es un asunto que demanda la mayor reserva, y que perdería sin remedio mi puesto si se supiera que lo he confiado a alguien.

—Continuemos —dije.

—O no continúe —dijo Dupin.

—De acuerdo; he recibido un informe personal de un altísimo personaje, de que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; sobre este punto no hay la más mínima duda; fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que continúa todavía en su poder.

—¿Cómo se sabe esto? —preguntó Dupin.

—Se ha deducido perfectamente —replicó el prefecto—, de la naturaleza del documento y de la no aparición de ciertos resultados que habrían tenido lugar de repente si pasara a otras manos; es decir, a causa del empleo que se haría de él, en el caso de emplearlo.

—Sea usted un poco más explícito —dije.

—Bien, puedo afirmar que el papel en cuestión da a su poseedor cierto poder en una cierta parte, donde tal poder es inmensamente valioso.

El prefecto era amigo de la jerga diplomática.

—Todavía no le comprendo bien —dijo Dupin.

—¿No? Bueno; la predestinación del papel a una tercera persona, que es imposible nombrar, pondrá en tela de juicio el honor de un personaje de la más elevada posición; y este hecho da al poseedor del documento un ascendiente sobre el ilustre personaje, cuyo honor y tranquilidad son así comprometidos.

—Pero este ascendiente —repuse— dependería de que el ladrón sepa que dicha persona lo conoce. ¿Quién se ha atrevido…?

—El ladrón —dijo G***— es el ministro D***, quien se atreve a todo; uno de esos hombres tan inconvenientes como convenientes. El método del robo no fue menos ingenioso que arriesgado. El documento en cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias que estaba sólo en el boudoir real. Mientras que la leía, fue repentinamente interrumpido por la entrada de otro elevado personaje, a quien deseaba especialmente ocultarla. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en una gaveta, se vio forzado a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa. La dirección, sin embargo, quedaba a la vista; y el contenido, así cubierto, hizo que la atención no se fijara en la carta. En este momento entró el ministro D***. Sus ojos de lince perciben inmediatamente el papel, reconocen la letra de la dirección, observa la confusión del personaje a quien ha sido dirigida, y penetra su secreto. Después de algunas gestiones sobre negocios, de prisa, como es su costumbre, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, pretende leerla, y después la coloca en estrecha yuxtaposición con la que codiciaba. Se pone a conversar de nuevo, durante un cuarto de hora casi, sobre asuntos públicos. Por último, levantándose para marcharse, coge de la mesa la carta que no le pertenece. Su legítimo dueño le ve, pero, como se comprende, no se atreve a llamar la atención sobre el acto en presencia del tercer personaje que estaba a su lado. El ministro se marchó dejando su carta, que no era de importancia, sobre la mesa.

—Aquí está, pues —me dijo Dupin—, lo que usted pedía para hacer que el ascendiente del ladrón fuera completo, el ladrón sabe de que es conocido del dueño del papel.

—Sí —replicó el prefecto—; y el poder así alcanzado en los últimos meses ha sido empleado, con objetos políticos, hasta un punto muy peligroso. El personaje robado se convence cada día más de la necesidad de reclamar su carta. Pero esto, como se comprende, no puede ser hecho abiertamente. En fin, reducido a la desesperación, me ha encomendado el asunto.

—¿Y quién puede desear —dijo Dupin, arrojando una espesa bocanada de humo—, o siquiera imaginar, un oyente mas sagaz que usted?

—Usted me adula —replicó el prefecto— pero es posible que algunas opiniones como ésas puedan haber sido sostenidas respecto a mí.

—Está claro —dije—, como lo observó usted, que la carta está todavía en posesión del ministro, puesto que es esta posesión, y no su empleo, lo que confiere a la carta su poder. Con el uso, ese poder desaparece.

—Cierto —dijo G***—, y sobre esa convicción es bajo la que he procedido. Mi primer cuidado fue hacer un registro muy completo de la residencia del ministro; y mi principal obstáculo residía en la necesidad de buscar sin que él se enterara. Además, he sido prevenido del peligro que resultaría de darle motivos de sospechar de nuestras intenciones.

—Pero —dije—, usted se halla completamente au fait en este tipo de investigaciones. La policía parisina ha hecho estas cosas muy a menudo antes.

—Ya lo creo; y por esa razón no desespero. Las costumbres del ministro me dan, además, una gran ventaja. Está frecuentemente ausente de su casa toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos. Duermen a una gran distancia de las habitaciones de su amo, y siendo principalmente napolitanos, se embriagan con facilidad. Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir cualquier cuarto o gabinete de París. Durante tres meses, no ha pasado una noche sin que haya estado empeñado personalmente en escudriñar la mansión de D***. Mi honor está en juego y, para mencionar un gran secreto, la recompensa es enorme. Por eso no he abandonado la partida hasta convencerme plenamente de que el ladrón es más astuto que yo mismo. Me figuro que he investigado todos los rincones y todos los escondrijos de los sitios en que es posible que el papel pueda ser ocultado.

—¿Pero no es posible —sugerí—, aunque la carta pueda estar en la posesión del ministro como es incuestionable, que la haya escondido en alguna parte fuera de su casa?

—Es poco probable —dijo Dupin— La presente y peculiar condición de los negocios en la corte, y especialmente de esas intrigas en las cuales se sabe que D*** está envuelto, exigen la instantánea validez del documento, la posibilidad de ser exhibido en un momento dado, un punto de casi tanta importancia como su posesión.

—¿La posibilidad de ser exhibido? —dije.

—Es decir, de ser destruido —dijo Dupin.

—Cierto —observé—; el papel tiene que estar claramente al alcance de la mano. Supongo que podemos descartar la hipótesis de que el ministro la lleva encima.

—Enteramente —dijo el prefecto— Ha sido dos veces asaltado por malhechores, y su persona rigurosamente registrada bajo mí propia inspección.

—Se podía usted haber ahorrado ese trabajo —dijo Dupin— D***, presumo, no está loco del todo; y si no lo está, debe haber previsto esas asechanzas; eso es claro.

—No está loco del todo —dijo G***—; pero es un poeta, lo que considero que está sólo a un paso de la locura.

—Cierto —dijo Dupin después de una larga y reposada bocanada de humo de su pipa—, aunque yo mismo sea culpable de algunas malas rimas.

—Supongamos —dije—, que usted nos detalla las particularidades de su investigación.

—Los hechos son éstos: dispusimos de tiempo suficiente y buscamos en todas partes. He tenido larga experiencia en estos negocios. Recorrí todo el edificio, cuarto por cuarto, dedicando las noches de toda una semana a cada uno. Examinamos primero el mobiliario de cada habitación. Abrimos todos los cajones posibles; y supongo que usted sabe que, para un ejercitado agente de policía, son imposibles los cajones secretos. Cualquiera que en investigaciones de esta clase permite que se le escape un cajón secreto, es un bobo. La cosa así, es sencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de espacio, que contar en un mueble. En este caso, establecemos minuciosas reglas. La quincuagésima parte de una línea no puede escapársenos. Después del gabinete, consideramos las sillas. Los cojines son examinados con esas delgadas y largas agujas que usted me ha visto emplear. De las mesas, removemos las tablas superiores.

—¿Por qué?

—Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliario similarmente arreglada, es levantada por la persona que desea ocultar un objeto; entonces la pata es excavada, el objeto depositado dentro de su cavidad y la tabla vuelta a colocar. Los extremos de los pilares de las camas son utilizados con el mismo fin.

—¿Pero la cavidad no podría ser detectada por el sonido? —pregunté.

—De ninguna manera, si cuando el objeto es depositado se coloca a su alrededor una cantidad suficiente de algodón en rama. Además, en nuestro caso, estábamos obligados a proceder sin ruidos.

—Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden haber hecho pedazos todos los artículos de mobiliario en que hubiera sido posible depositar un objeto de la manera que usted menciona. Una carta puede ser comprimida hasta hacer un delgado cilindro en espiral, no difiriendo mucho en forma o volumen a una aguja para hacer calceta, y de esta forma puede ser introducida en el travesaño de una silla, por ejemplo. No rompieron ustedes todas las sillas, ¿no es así?

—Ciertamente que no; pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de cada silla de la casa, y en verdad, todos los puntos de unión de todas las clases de muebles, con la ayuda de un poderoso microscopio. Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción, no habríamos dejado de notarla instantáneamente. Un solo grano del serrín producido por una barrena en la madera, habría sido tan visible como una manzana. Cualquier alteración en las encoladuras, cualquier desusado agujerito en las uniones, habría bastado para un seguro descubrimiento.

—Presumo que observarían ustedes los espejos, entre los bordes y las láminas, y examinarían los lechos, y las ropas de los lechos, así como las cortinas y las alfombras.

—Eso, por sabido; y cuando hubimos registrado absolutamente todas las partículas del mobiliario de esa manera, examinamos la casa misma. Dividimos su entera superficie en compartimentos, que numeramos para que ninguno pudiera escapársenos, después registramos pulgada por pulgada el terreno de la pesquisa, incluso las dos casas adyacentes, con el microscopio, como antes.

—¡Las dos casas adyacentes! —exclamé—; deben ustedes haber causado una gran agitación.

—La causamos; pero la recompensa ofrecida es prodigiosa.

—¿Incluyeron ustedes los terrenos de las casas?

—Todos los terrenos están enladrillados, comparativamente nos dieron poco trabajo. Examinamos el musgo de las junturas de los, ladrillos, y no encontramos que lo hubieran tocado.

—¿Buscaron ustedes entre los papeles de D***, por consiguiente, y entre los libros de su biblioteca?

—Ciertamente; abrimos todos los paquetes y legajos; y no sólo ¡Abrimos todos los libros, sino que dimos vuelta todas las hojas de todos los volúmenes, no contentándonos con una simple sacudida de ellos, como acostumbran a hacer algunos de nuestros agentes de policía. Medimos también el espesor de cada tapa de libro, con la más cuidadosa exactitud, y aplicamos a cada uno el más celoso examen con el microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido tocada para ocultar la carta, habría sido completamente imposible que el hecho escapara a nuestra observación. Unos cinco o seis volúmenes, recién traídos por el encuadernador, los examinamos con todo cuidado, sondeando las tapas.

—¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?

—Sin duda. Removimos todas las alfombras, Y examinamos los bordes con el microscopio.

—¿Y el papel de las paredes?

—También.

—¿Buscaron en los sótanos?

—Sí

—Entonces —dije— han hecho ustedes un mal cálculo, y la carta no está entre las posesiones del ministro, como suponen.

—Temo que usted tenga razón —repuso el prefecto—. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja que haga?

—Hacer una nueva revisión de la casa del ministro.

—Eso es absolutamente innecesario —replicó G***—; estoy tan seguro como que respiro, de que la carta no está en la casa.

—Pues no tengo mejor consejo que darle —dijo Dupin— ¿Tendrá usted, como es natural, una cuidadosa descripción de la carta?

—¡Ya lo creo!

Y aquí el prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz alta un minucioso informe de la carta, especialmente de la apariencia externa del documento perdido. Poco después de esta descripción, cogió su sombrero y se fue, mucho más desalentado de lo que le había visto nunca antes.

Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita, encontrándonos ocupados exactamente de la misma manera que la otra vez. Cogió una pipa y una silla, y principió una conversación sobre cosas ordinarias. Por último, le dije:

—Y bien, señor G***, ¿qué hay sobre la carta robada? Presumo que se habrá usted convencido, al fin, de que no hay cosa más difícil que sorprender al ministro.

—¡Que el diablo lo confunda! esa es la verdad; hice el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo suponía.

—¿A cuánto asciende la recompensa ofrecida, dijo usted? —preguntó Dupin.

—¿Cuánto? una gran cantidad, una recompensa verdaderamente liberal; no quiero decir cuánto exactamente, pero diré una cosa: y es que estaría dispuesto a dar un cheque con mi firma por cincuenta mil francos, a cualquiera que me entregara la carta. El asunto se está haciendo día a día cada vez más importante, y la recompensa ha sido recientemente doblada. Pero aunque fuera triplicada, no podría hacer más de lo que he hecho.

—Veamos— dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada de humo—; realmente pienso, G***, que usted no ha hecho todo lo que podía en este asunto. ¿No cree que podría hacer un poco más?

—¿Cómo? ¿De qué manera?

—¡Pst! Creo, puff, puff, que usted podría, puff, puff, pedir consejo sobre este asunto; puff, puff, puff. ¿Se acuerda usted de lo que se cuenta de Abernethy!

—¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!

—¡Está bien! al diablo con él, y buena suerte. Pero he aquí el hecho. Una vez, cierto ricacho muy avaro concibió la idea de obtener gratis de ese Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado con ese objeto estar solo con él en una conversación corriente, le insinuó su propio caso como el de un individuo imaginario.

—Supongamos —dijo el tacaño—, que sus síntomas son tales y tales; ahora doctor, ¿qué le aconsejaría usted?

—¿Qué le aconsejaría? —dijo Abernethy—; ¡psh! que viera a un médico.

—Pero —dijo el prefecto, algo desconcertado—, yo estoy dispuesto a pedir consejo, y a pagarlo. Daría realmente cincuenta mil francos a cualquiera que me ayudara en este asunto.

—En ese caso —replicó Dupin, abriendo un cajón y sacando una libreta de cheques—, puede usted perfectamente hacerme un cheque por la cantidad mencionada. Cuando lo haya firmado, le entregaré la carta.

Quedé estupefacto. El prefecto parecía como herido por un rayo. Durante algunos minutos permaneció sin habla y sin movimiento, mirando incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y los ojos que parecían saltárseles de las órbitas; después, aparentemente recobrando la conciencia de su ser, cogió una pluma y, después de algunas pausas y miradas sin objeto, hizo por último y firmó un cheque por 50.000 francos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosamente y lo guardó en su cartera; después, abriendo un escritoire, cogió de él una carta y la entregó al prefecto. El funcionado se abalanzó sobre ella en una perfecta convulsión de alegría, la abrió con mano temblorosa, arrojó una rápida ojeada a su contenido, y entonces, agitado y fuera de sí, abrió la puerta y sin ceremonia de ninguna especie salió del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde que Dupin le había pedido que hiciera el cheque.

Cuando nos quedarnos solos, mi amigo consintió en darme explicaciones.

—La policía parisina —dijo— es sumamente buena en su especialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta y perfectamente versada en los conocimientos que sus deberes parecen necesitar con más urgencia. Así, cuando G*** nos detalló su modo de registrar los sitios en la casa de D***, tuve plena confianza en que había practicado una investigación satisfactoria, hasta donde lo permiten sus conocimientos.

—¿Hasta dónde lo permiten? —pregunté.

—Sí —dijo Dupin— Las medidas adoptadas eran, no solamente las mejores de su clase, sino que se acercaban a la perfección absoluta. Si la carta hubiera estado oculta en el radio de esa pesquisa, los agentes de policía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.

Me sonreí por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamente serio en todo lo que decía.

—Las medidas, pues —continuo él—, eran buenas en su clase y bien ejecutadas; su defecto estaba en ser inaplicables al caso y al hombre. Un cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el prefecto una especie de lecho de Procusto, a los que adapta forzadamente sus designios. Así es que perpetuamente yerra por ser demasiado profundo, o demasiado superficial, en los asuntos que se le confían, y muchos niños de escuela son mejores razonadores que él. He conocido uno, de unos ocho años de edad, cuyos éxitos adivinando en el juego de «pares y nones» atraían la admiración de todo el mundo. Este juego es simple, y se juega con canicas. Uno de los jugadores oculta en su mano una cantidad de esas canicas, y pregunta a otro si ese número es par o non. Si el preguntado adivina, gana una; si no, pierde una. El niño de que hablo, ganaba todas las canicas de la escuela. Por consiguiente, tenía algún método para acertar, y éste se basaba en la simple observación y el cálculo de la astucia de sus contrincantes. Por ejemplo, un simple bobalicón es su contrario, y levantando una mano cerrada, y pregunta: ¿son pares o nones? Nuestro niño replica: «Nones», y pierde; pero a la segunda vez gana, porque entonces se dice a sí mismo: «El bobalicón tenía pares la primera vez, y su cantidad de astucia es justamente la suficiente para llevarlo a poner nones en la segunda; por consiguiente, apostaré «nones»; apuesta a nones, y gana. Ahora, con un bobo de un grado mayor que el primero, hubiera razonado así: «Este tal, sabe que en el primer caso aposté a nones, y en el segundo se le ocurrirá, en el primer impulso, una simple variación de pares a nones, como hizo mi otro contrario; pero entonces un segundo pensamiento le sugerirá que ésta es una variación demasiado simple, y, finalmente, decidirá poner pares como antes. Por consiguiente, apostaré a pares»; apuesta a pares, y gana. Ahora bien, este sistema de razonar en el niño de escuela, a quien sus compañeros llamaban afortunado, ¿qué es, en último análisis?

—Es simplemente —dije— una identificación del intelecto del razonador con el de su contrario.

—Eso es —dijo Dupin—; y después de preguntar al niño cómo efectuaba esa completa identificación en que residía su éxito, recibí la siguiente respuesta: «Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estúpido, o cuán bueno o cuán malo es alguien, o cuáles son sus pensamientos en un instante dado, acomodo la expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me sea posible, de acuerdo con la expresión del rostro de él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacen en mi mente, que igualen o correspondan a la expresión de mi cara.» La respuesta de este niño de escuela supera incluso la éxpurea profundidad que ha sido atribuida a La Rochefoucault, la Bruyère, Maquiavelo y Campanella.

—Y la identificación —dije— del intelecto del razonador con el de su contrario, depende, si le entiendo a usted bien, de la exactitud con que se mide la inteligencia de este último.

—Para su valor práctico depende de eso —replicó Dupin—; y el prefecto y toda su cohorte fracasan tan frecuentemente, primero, por no lograr dicha identificación, y segundo, por mala apreciación, o más bien por no medir la inteligencia con la que se miden. Consideran únicamente sus propias ideas ingeniosas; y buscando cualquier cosa oculta, tienen en cuenta solamente los medios con que ellos la habrían escondido. Tienen mucha razón en todo: que su propio ingenio es una fiel representación del de las masas; pero cuando la astucia del reo es diferente en carácter de la de ellos, el reo se les escapa; es lógico. Eso sucede siempre que esa astucia es superior de la de ellos, y, muy habitualmente cuando está por abajo. No tienen variación de principio en sus investigaciones; lo más que hacen, cuando se ven excitados por algún caso insólito, por alguna extraordinaria recompensa, es extender o exagerar sus viejas rutinas de práctica, sin modificar sus principios. Por ejemplo, en este caso de D***, ¿qué se ha hecho para modificar el principio de acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar y registrar con el microscopio, y dividir la superficie del edificio en cuidadosas pulgadas cuadradas y numeradas? ¿Qué es todo eso, sino una exageración de la aplicación de un principio o conjunto de principios de pesquisa, que está basado sobre un conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, a que el prefecto, en la larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No ve usted que G*** da por sentado que todos los hombres que quieren ocultar una carta, si no precisamente en un agujero hecho con barrena en la pata de una silla, lo hacen, cuando menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el mismo tenor del pensamiento que inspira a un hombre la idea de esconderla en un agujero hecho en la pata de una silla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados para ocultar, se emplean únicamente en las ocasiones ordinarias, y sólo son adoptados por inteligencias ordinarias? Porque en todos los casos de ocultamiento cabe presumir que en principio se ha efectuado dentro de esas coordenadas; y su descubrimiento depende, no tanto de la perspicacia, sino del simple cuidado, la paciencia y la determinación de los buscadores; y cuando el caso es de importancia, o lo que quiere decir lo mismo a los ojos policiales, cuando la recompensa es de magnitud, las cualidades en cuestión jamás fallan. Ahora entenderá usted indudablemente lo que quise decir, sugiriendo que, si la carta hubiera sido ocultada en cualquier parte dentro de los límites del examen del prefecto, o en otras palabras, si el principio inspirador de su ocultación hubiera estado comprendido dentro de los principios del prefecto, su descubrimiento habría sido un asunto absolutamente fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha sido completamente engañado; y la fuente originaria de su fracaso reside en la suposición de que el ministro es un loco porque ha adquirido fama como poeta. Todos los locos son poetas; esto es lo que cree el prefecto, y es simplemente culpable de un non distributio medii al inferir de ahí que todos los poetas son locos.

—¿Pero se trata realmente del poeta? —pregunté—. Hay dos hermanos, me consta, y ambos han alcanzado reputación en las letras. El ministro, creo, ha escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático y no un poeta.

—Está usted equivocado; yo le conozco bien, es ambas cosas. Como poeta y matemático, habría razonado bien; como simple matemático no habría razonado absolutamente, y hubiera estado a merced del prefecto.

—Usted me sorprende —dije— con esas opiniones, que han sido contradecidas por la voz del mundo. Suponga que no pretenderá aniquilar una bien digerida idea con siglos de existencia. La razón matemática ha sido largo tiempo considerada como la razón por excelencia.

Il y a à parier —replicó Dupin, citando a Chamfort—, que toute idée publique, toute convention reçue, est une sottise, car elle a convenue au plus grand nombre[1]. Los matemáticos, concedo, han hecho cuanto les ha sido posible para difundir el error popular a que usted alude, y que no es menos un error porque haya sido promulgado como verdad. Con un arte digno de mejor causa, por ejemplo, han introducido el término «análisis» con aplicación al álgebra. Los franceses son los culpables de esta superchería popular; pero si un término tiene alguna importancia, si las palabras derivan algún valor de su aplicabilidad, «análisis» expresa «álgebra», poco más o menos, como en latín ambitus implica «ambición», religio, «religión», homines honesti, «un conjunto de hombres honorables».

—Temo que se enemiste usted —dije— con alguno de los algebristas de París; pero prosiga.

—Disputo la validez, y por consiguiente, el valor de esa razón que es cultivada en una forma especial distinta de la abstractamente lógica. Disputo, en particular, la razón extraída del estudio de las matemáticas. Las matemáticas son la ciencia de la forma y la cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación a la forma y la cantidad. El gran error consiste en suponer que hasta las verdades de lo que es llamado álgebra pura son verdades abstractas o generales. Y este error es tan extraordinario, que me confundo ante la universalidad con que ha sido recibido. Los axiomas matemáticos no son axiomas de validez general. Lo que es verdad de relación (de forma y de cantidad), es a menudo grandemente es falso respecto a la moral, por ejemplo. En esta última ciencia por lo general es incierto que el todo sea igual a la suma de las partes. En química el axioma falla también. En el caso de una fuerza motriz falla igualmente, pues dos motores de un valor dado no alcanzan necesariamente al sumarse una potencia igual a la suma de sus potencias consideradas por separado. Hay muchas otras verdades matemáticas, que son verdades únicamente dentro de los límites de la relación. Pero el matemático arguye, apoyándose en sus verdades finitas, según es costumbre, como si ellas fueran de una aplicabilidad absolutamente general, como si el mundo imaginara, en realidad, que lo son. Bryant, en su recomendable Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuando dice que «aunque las fábulas paganas no son creídas, sin embargo lo olvidamos continuamente, y hacemos inferencias de ellas, como si fueran realidades». Entre los algebristas, no obstante, que son realmente paganos, las «fábulas paganas» son creídas, y las inferencias se hacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por una incomprensible perturbación mental. En una palabra, no he encontrado nunca un simple matemático en quien se pudiera confiar, fuera de sus raíces y ecuaciones, o que no tuviera por artículo de fe, que x2 + px es absoluta e incondicionalmente igual a q. Diga usted a uno de esos caballeros, por vía de experimento, si lo desea, que usted cree que puede presentarse casos en que x2 + px no es absolutamente igual a q, y después de haberle hecho entender lo que quiere decir, eche a correr tan pronto como le sea posible, porque, sin ninguna duda, tratará de darle una paliza.

»Quiero decir — continúo Dupin, mientras me reía yo de su última observación— que si el ministro hubiera sido nada más que un matemático, el prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque. Le conocía yo, sin embargo, como matemático y como poeta, y mis medidas fueron adaptadas a su capacidad, con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Le conocía como a un cortesano, y además como un audaz intrigant. Un hombre así, pensé, debe conocer los métodos ordinarios de acción de la policía. No podía haber dejado de prever, y los sucesos han probado que no lo hizo, los registros a los que fue sometido. Debe haber previsto las investigaciones secretas de su casa. Sus frecuentes ausencias nocturnas, que eran celebradas por el prefecto como una buena ayuda a sus éxitos, las miré únicamente como astucias para procurar a la policía la oportunidad de hacer un completo registro, y hacerles llegar lo más pronto posible a la convicción a la G*** llegó por último, de que la carta no estaba en casa. Comprendí también que todo el conjunto de ideas, que tendría alguna dificultad en detallar a usted ahora, relativo a los invariables principios de la policía en pesquisas de objetos ocultados, pasaría necesariamente por la mente del ministro. Eso le llevaría, de una manera inevitable, a despreciar todos los escondrijos ordinarios. No podía, reflexioné, ser tan simple que no viera que los más intrincados y más remotos secretos de su mansión serían tan de fácil acceso como los rincones más vulgares, a los ojos, a los exámenes, a los barrenos y los microscopios del prefecto. Vi, por último, que se vería impulsado, como en un asunto de lógica, a la simplicidad, si no la había deliberadamente elegido por su propio gusto personal. Recordará usted quizá con cuanta gana se rió el prefecto, cuando le sugerí en nuestra primera entrevista que era muy posible que este misterio le perturbara tanto por ser su descubrimiento demasiado evidente.

—Sí —dije—, recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que sufriría convulsiones.

—El mundo material —continúo Dupin— abunda en muy estrictas analogías con el espiritual; y así se ha dado algún color de verdad al dogma retórico de que la metáfora o el símil pueda ser empleada para dar más fuerza a un pensamiento o embellecer una descripción. El principio de vis inertiæ, por ejemplo, parece idéntico en física y metafísica. No es más cierto en la primera, que un gran cuerpo es puesto en movimiento con más dificultad que uno pequeño, y que su subsecuente impulso es proporcionado a esa dificultad, que lo es en la segunda, que intelectos de la más vasta capacidad, aunque más potentes, constantes y fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son sin embargo los menos prontamente movidos, y más embarazados y llenos de vacilación en los primeros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado usted alguna vez cuáles son las muestras de tiendas que más llaman la atención?

—Nunca se me ocurrió pensarlo —dije.

—Hay un juego de adivinanzas —replicó él— que se juega con un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada, el nombre de una ciudad, río, estado o imperio; una palabra, en fin, sobre la abigarrada y confusa superficie de un mapa. Un novato en el juego trata generalmente de confundir a sus contrarios, dándoles a buscar los nombres escritos con las letras más pequeñas; pero el buen jugador escogerá entre esas palabras que se extienden con grandes caracteres de un extremo a otro del mapa. Éstas, lo mismo que los anuncios y tablillas expuestas en las calles con letras grandísimas, escapan a la observación a fuerza de ser excesivamente notables; y aquí, la física inadvertencia ocular es precisamente análoga a la inteligibilidad moral, por la que el intelecto permite que pasen desapercibidas esas consideraciones, que son demasiado evidentes y palpables por sí mismas. Pero parece que éste es un punto que está algo arriba o abajo de la comprensión del prefecto. Nunca creyó probable o posible que el ministro hubiera dejado la carta inmediatamente debajo de las narices de todo el mundo, a fin de impedir que una parte de ese mundo pudiera verla.

»Pero cuanto más reflexionaba sobre el audaz, fogoso y discernido ingenio de D***, sobre el hecho de que el documento debía haber estado siempre a mano, si intentaba usarlo con ventajoso fin; y sobre la decisiva evidencia, obtenida por el prefecto, de que no estaba oculto dentro de los límites de sus pesquisas ordinarias, más convencido quedaba de que para ocultar aquella carta el ministro había recurrido al más amplio y sagaz expediente de no tratar de ocultarla absolutamente.

»Convencido de estas ideas, me puse mis gafas verdes y una hermosa mañana, como por casualidad, entré en la casa del ministro. Encontré a D*** bostezando, extendido cuan largo era, charlando insustancialmente, como de costumbre, y pretendiendo estar aquejado del más abrumador ennui. Sin embargo, es uno de los hombres más realmente activos que existen, pero tan sólo cuando nadie lo ve.

»Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débiles ojos, y lamenté la forzosa necesidad que tenía de usar gafas, bajo el amparo de las cuales examinaba cuidadosa y completamente toda la habitación, mientras en apariencia sólo me ocupaba de la conversación con mi anfitrión.

»Presté especial atención a una gran mesa-escritorio, cerca de la cual estaba sentado D***, y sobre la que había desparramados confusamente diversas cartas Y otros papeles, uno o dos instrumentos de música y algunos libros. En ella, no obstante, después de un largo y deliberado escrutinio, no vi nada capaz de provocar mis sospechas.

»Por último, mis ojos, examinando el circuito del cuarto, se posaron sobre un miserable tarjetero de cartón afiligranado, que pendía de una sucia cinta azul, sujeta a una perillita de bronce, colocada justamente sobre la repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía tres o cuatro compartimentos, había seis o siete tarjetas de visita y una solitaria carta. Esta última estaba muy manchada y arrugada. Se hallaba rota casi en dos, por el medio, como si una primera intención de hacerla pedazos por su nulo valor hubiera sido cambiado y detenido. Tenía un gran sello negro, con el monograma de D***, muy visible, y el sobre escrito y dirigido al mismo ministro revelaba una letra menuda y femenina. Había sido arrojada sin cuidado alguno, y hasta desdeñosamente, parecía, en una de las divisiones superiores del tarjetero.

»No bien descubrí la carta en cuestión, comprendí que era la que andaba buscando. En verdad, era, en apariencia, radicalmente distinta de aquella que nos había leído el prefecto una descripción tan minuciosa. Aquí el sello era grande y negro, con el monograma de D***; en la otra era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia S***. Aquí la dirección del ministro era diminuta y femenina; en la otra la letra del sobre, dirigida a un cierto personaje real, era marcadamente enérgica y decidida; el tamaño era su único punto de semejanza. Pero la naturaleza radical de esas diferencias, que era excesiva, las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan inconsistente con los verdaderos hábitos metódicos de D***, y tan reveladoras de dar una idea de la insignificancia del documento a un indiscreto; estas cosas, junto con la visible situación en que se hallaba, a la vista de todos los visitantes, y así coincidente con las conclusiones a que yo había llegado previamente; esas cosas, digo, eran muy corroborativas de sospecha, para quien había ido con la intención de sospechar.

»Demoré mi visita tanto como fue posible, y mientras mantenía una de las más animadas discusiones con el ministro, sobre un tópico que sabía que jamás había dejado de interesarle y apasionarle, volqué mi atención, en realidad, sobre la carta. En aquel examen, confié a la memoria su apariencia externa y su colocación en el tarjetero; y por último, hice un descubrimiento que borraba cualquier duda trivial que pudiera haber concebido. Registrando con la vista los bordes del papel, noté que estaban más gastados de lo que parecía necesario. Presentaban una apariencia de rotura que resulta cuando un papel liso, habiendo sido una vez doblado y apretado, es vuelto a doblar en una dirección contraria, con los mismos pliegues que ha formado el primitivo doblez. Este descubrimiento fue suficiente. Fue claro para mí que la carta había sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro para afuera; una nueva dirección y un nuevo sello le habían sido agregados. Di los buenos días al ministro, y me marché enseguida, abandonando sobre la mesa una tabaquera de oro.

»A la mañana siguiente fui en busca de la tabaquera, y reanudamos placenteramente la conversación del día anterior. Mientras Estábamos en ella empeñados, un fuerte disparo, como de una pistola, se oyó inmediatamente debajo de las ventanas del edificio, y fue seguido por una serie de gritos de terror, y exclamaciones de una multitud asustada. D*** se lanzó a una de las ventanas, la abrió y miró hacia la calle. Mientras, me acerqué al tarjetero, cogí la carta, la metí en mi bolsillo y la reemplacé por un facsímil (de sus caracteres externos) que había preparado cuidadosamente en casa, imitando el monograma de D***, con mucha facilidad, por medio de un sello de miga de pan.

»El tumulto en la calle había sido ocasionado por la loca conducta de un hombre con un fusil. Había hecho fuego con él entre un grillo de mujeres y niños. Se comprobó, sin embargo, que el arma estaba descargada, y se le permitió que continuara su camino, como a un lunático o un ebrio. Cuando se hubo retirado, D*** se separó de la ventana, a donde le había seguido yo inmediatamente después de conseguir mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El pretendido lunático era un hombre a quien yo había pagado para que produjera el tumulto.

—Pero, ¿qué propósito tenía usted —pregunté— para reemplazar la carta por un facsímil? ¿No hubiera sido mejor, en la primera visita, arrebatarla abiertamente y salir con ella?

—D*** —replicó Dupin— es un hombre arrojado y valiente. Su casa, además, no carece de servidores consagrados a los intereses del amo. Si hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere, jamás habría salido vivo de allí y el buen pueblo de París no hubiera vuelto a saber más de mí. Ya conoce usted mis ideas políticas. Pero tenía una segunda intención, aparte de esas consideraciones. En este asunto, obré como partidario de la dama comprometida. Durante dieciocho meses el ministro la tuvo en su poder. Ella es la que lo tiene ahora en su poder: como D*** no sabe que la carta no está ya en su tarjetero, proseguirá con sus presiones como si la tuviera. Así provocará, él mismo, su ruina política. Su caída, además, será tan precipitada como ridícula. Es igualmente exacto hablar, a propósito de su caso, del facilis descensus Avernis; pues en todas especies de ascensiones, como la Catalani dice del canto, es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad, por el que desciende. D*** es ese monstrum horrendum, el hombre de genio sin principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría mucho conocer el preciso carácter de sus pensamientos cuando, siendo desafiado por aquella a quien el prefecto llama «una cierta persona», se vea forzada a abrir la carta que le dejé para él en el tarjetero.

—¿Cómo? ¿Escribió usted algo particular en ella?

—¡Claro! No parecía del todo bien dejarla en blanco; eso hubiera sido insultante… Cierta vez D***, en Viena, me jugó una mala pasada, acerca de la que le dije, sin perder el buen humor, que no lo olvidaría. Así, como comprendí que sentiría alguna curiosidad respecto a la identidad de la persona que había sobrepujado su inteligencia, pensé que era una lástima no dejarle un indicio para que la conociera. Como conoce perfectamente mi letra, me limité a copiar en medio de la página estas palabras:

… Un dessein si funeste,

S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste,

que se pueden encontrar en el Atreo de Crebillon.[2]


[1] Se puede apostar que toda idea pública, toda convención admitida, es una tontería, pues ha convenido a la mayoría.

[2] Atreo es una obra del poeta trágico francés Prosper Crebillon (1674 – 1762). En ella relata la cruel venganza de Atreo, rey de Argos, contra Tieste, a quien hizo comer los miembros de su propio hijo. Crebillon reflexiona que «un designio tan funesto /  no era digno de Atreo, sino de Tieste». (N. de T.)